¿Es Barcelona una 'happy city'?

Laia Bonet

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Aristóteles, en su 'Ética a Nicómaco', sostenía que la felicidad era el fin último del ser humano. No obstante, esta felicidad, para el filósofo, solo era posible si estábamos organizados en una polis, en una ciudad. La palabra 'felicidad' fue cayendo en desuso como objetivo y fin. Se empezó a hablar menos de ella en filosofía y desapareció casi por completo del espacio político. Esto último ha sido confirmado hace algunos años por una investigación del profesor Miguel Rebollo, quien después de analizar el contenido semántico de un sinfín de textos políticos, concluyó que el término 'felicidad' había sido desterrado del léxico de políticos e intelectuales.

Pero desde hace algún tiempo, el concepto ha vuelto a reaparecer. En la década de los 70 irrumpió, entre el desprecio y la burla general, cuando Jigme Singye Wangchuck (quien fuera Rey de Bután), sustituyó la medida del Producto Bruto Interno (PBI) por la de la Felicidad Nacional Bruta (FNB), un nuevo indicador que contemplaba, entre otras cosas, el desarrollo espiritual, los valores culturales y la sostenibilidad de la vida en Bután.

Pero aquella visión exótica dio paso a una sistemática búsqueda de nuevos indicadores para la gestión de lo público. Tiempo después, comenzaron a aparecer, alrededor del mundo, índices y sistemas de medición que incorporaban el bienestar y la felicidad de los ciudadanos y complementaban los indicadores de producción económica. Así fue como conocimos el World Happiness Report, de las Naciones Unidas, y el Happy Planet Index, de la New Economics Foundation.

Estos nuevos sistemas valoran, entre otras cosas, la esperanza de vida, la huella ecológica, la generosidad y la libertad para tomar decisiones. Para el World Happiness Report, los países más felices son Suiza, Noruega y Dinamarca, mientras que el podio del Happy Planet Index está ocupado por Costa Rica, Vietnam y Colombia.

En Latinoamérica, la preocupación por la felicidad emergió en forma de Constituciones y Ministerios, como en Venezuela, recientemente. Ecuador y Bolivia han incorporado a sus nuevas constituciones un concepto similar: el del 'Buen Vivir' (Sumak kawsay, en kichwa), una filosofía de raíz indígena que busca el equilibrio y la armonía entre el desarrollo humano y la naturaleza.

Una experiencia más local (y próxima) es la del proyecto Happy City, surgido en Bristol, Gran Bretaña, ciudad que recientemente ha sido designada también como la Capital Verde Europea 2015. Happy City publica informes anuales en los que mide la felicidad de los habitantes de Bristol, para lo que introduce indicadores como la satisfacción con la vida, los equipamientos sociales y culturales, el acceso a parques e instalaciones deportivas o la movilidad urbana. Con estos indicadores ¿sería hoy Barcelona una polis que nos hace felices? ¿Es Barcelona una 'happy city'?

No solo Bristol es considerada una ciudad feliz, sino que muchas otras ciudades alrededor del mundo están impulsando diseños urbanos que mejoran notablemente el bienestar de sus habitantes. Se trata del urbanismo al servicio de la felicidad colectiva. Algo que, desde el año 2000, viene siendo reconocido por el Premio Europeo del Espacio Público Urbano, un certamen que, con el apoyo del Programa de Cultura de la Unión Europea, premia a las obras públicas que contemplan el carácter relacional de los espacios urbanos. No es un premio netamente arquitectónico, sino que contempla la dimensión política y social de la ciudad y de sus instalaciones.

El urbanista canadiense Charles Montgomery recoge todas estas experiencias en su último libro: Happy City (2013). Montgomery, después de analizar un buen número de ciudades, concluye que "las ciudades deben ser consideradas como algo más que los motores de riqueza […] Deben ser vistas como sistemas con el objetivo de mejorar el bienestar humano".

Y una mejora del bienestar no afecta única y exclusivamente la calidad de la vida cotidiana, sino que también redunda en nuestra salud física y emocional. El año pasado, en Barcelona, en un encuentro impulsado por el Centro de Investigación en Epidemiología Ambiental (CREAL) (cuyo objetivo es evaluar e identificar medidas para determinar la capacidad de los espacios verdes públicos para dar respuesta a los problemas de salud de la población) se acreditó, con solvencia, la íntima relación entre la salud pública y la planificación urbanística.

Barcelona se enfrenta a enormes desafíos. Sus éxitos pueden desbordarla y distorsionarla, generando fracturas y desgarros que el actual alcalde, Xavier Triaspretende ignorar o minimizar. Y, al mismo tiempo, los beneficios de su éxito no son redistribuidos con la equidad y descentralización necesarias para que la felicidad sea justa y sostenible. Es decir de todos. La desigualdad crece mientras, paradójicamente, las oportunidades de negocio, la privatización del espacio público o la dualidad de servicios y expectativas de desarrollo vital, social y emocional dibujan una ciudad a dos velocidades.

Hay alternativa. Empecemos por un nuevo concepto de urbanismo que favorezca la sociabilidad, el encuentro, y la salud mental y física de los ciudadanos, en todos sus barrios. Solo si trabajamos por la felicidad social, favoreceremos que la individual sea sostenible, segura y… posible. ¿Es Barcelona una ‘happy city’? Sí, pero solo para algunos