El envilecimiento de la gobernanza

El 'caso Pujol'

No hay que sorprenderse: la corrupción política ha avanzado mucho en España los últimos años

JOSEP FONTANA

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El descubrimiento de las fechorías económicas de la familia Pujol ha producido una lógica consternación en Catalunya, sobre todo entre quienes sentían respeto por la gestión que Jordi Pujol desempeñó al frente de la Generalitat durante 23 años. Aunque la verdad es que la sociedad catalana tiene buena parte de culpa por haber cerrado los ojos ante indicios anteriores de lo que ahora aparece a la luz, y muy en especial después del caso Palau de la Música, que puso al descubierto la trama de mentiras y complicidades en las que se asentaba nuestra vida pública.

Lo que no es tan lógico es el efecto que ha producido la noticia en el resto de España si nos guiamos por lo que se ha leído y oído en los medios de comunicación. Las tertulias, sobre todo, han sido presa de una especie de alucinación colectiva: ahora estaba claro que las quejas acerca de una financiación insuficiente eran erróneas; el dinero que sigue faltando para mantener escuelas y hospitales en Catalunya es el que se ha llevado la familia Pujol. A lo que se añade la convicción de que, después de este desengaño acerca de la naturaleza del nacionalismo, cabe esperar que los catalanes se dejen de tonterías y vuelvan al redil, comenzando con una campaña de educación en el arte de la tauromaquia, de acuerdo con el consejo de doña Esperanza Aguirre, que sostiene que «los toros simbolizan mejor que nada la esencia misma de nuestro ser español».

Lo que resulta inaceptable, en cambio, es la sorpresa que muchos muestran ante este episodio, no sé si por ingenuidad o por hipocresía, como si se tratase de algo excepcional. Porque no se debe olvidar que según el último listado de Transparency International, que corresponde al 2013, España figura en el número 40, entre Polonia y Cabo Verde, en el ranking inverso de la corrupción, lo que implica un notable agravamiento desde el 2008, cuando figuraba en el 28, y es una muestra palpable de que no solo somos un país corrupto, sino de que seguimos avanzando firmemente por este camino.

Bastaría con que los escandalizados se preguntasen de dónde han salido las fortunas de que hoy disfrutan viejos dirigentes que estuvieron muchos años al frente del poder (o de dónde salió otra que el New York Times evaluaba en 2.300 millones de dólares). Tuve un amigo, Ernest Lluch, que cuando acabó su gestión al frente del Ministerio de Sanidad recibió propuestas para integrarse en consejos de administración de empresas farmacéuticas. Ernest los rechazó, volvió a su trabajo en la universidad y prefirió vivir modestamente. Pero el suyo ha sido un caso excepcional. El fenómeno de la puerta giratoria, que conduce a los políticos cesantes a puestos bien remunerados en consejos de administración en pago por los servicios prestados y como anticipo de los que van a seguir prestando, es algo habitual entre nosotros.

Es bien conocido el caso del dokken kokka o estado de construcción de Japón, como se denomina la época en la que los  políticos invirtieron los recursos del país en encargos a las compañías constructoras y cubrieron Japón de cemento (se construyeron 97 aeropuertos y se obligó a Japan Airlines a volar a todos ellos, lo que arruinó a la compañía). Los políticos canalizaban el gasto público hacia empresas que les aseguraban, además de beneficios inmediatos, un jugoso retiro en sus consejos de administración. El resultado han sido 20 años de estancamiento de la economía japonesa.

En España, 32 años de gobierno monopolizado por dos partidos que se turnan («los dos grandes partidos», como dice Soraya Sáenz de Santamaría cuando exhorta a los socialistas a cumplir su parte) han tenido como resultado la consolidación de una estructura política corrompida de arriba abajo, desde las haciendas de los municipios hasta la cima de un Gobierno en que los partidos se financian con créditos bancarios compensados con ayudas y tolerancia, y donaciones de empresas beneficiadas por contratos que se liquidan por encima del valor por el que se concedieron.

Las consecuencias las estamos pagando en forma de un descenso generalizado de nuestro nivel de vida, con paro crónico, salarios bajos y trabajo flexible, y con la pérdida progresiva de unos servicios sociales en vías de privatización, en una situación que empeora en la misma medida que se nos siguen arrebatando aquellos derechos que nos permitirían ejercer algún control, incluyendo el de la protesta pública (el próximo asalto va a tener por objeto asegurarse el dominio de los ayuntamientos).

Con que, si el caso Pujol les ha escandalizado, empiecen a mirar a su alrededor, porque hay por ahí abundantes ejemplares de la misma fauna, y mucho peores, como los responsables de la estafa de las preferentes, que siguen prosperando gracias a nuestra tolerancia colectiva.