El conflicto del Oriente Próximo

Yavé, el cruel

El Antiguo Testamento, al pie de la letra, es pura dinamita y así se lo toman los judíos ultraortodoxos

IAN GIBSON

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¿Conoce usted, querido lector, los libros del Antiguo Testamento en su hebreo original? ¿Es usted especialista en arameo, el idioma hablado por Jesucristo y sus discípulos, todavía conservado por algunas pequeñas comunidades sirias, entre ellas la atribulada ciudad de Malula? ¿Ha leído usted el Nuevo Testamento en el griego koiné en que se compuso? Yo tampoco. Todo mi conocimiento bíblico me ha llegado, como casi seguramente a usted, a través de traducciones. Y, como ya se sabe, traduttore, traditore.

Acabo de leer el Antiguo Testamento, en la versión inglesa de 1970, desde la primera palabra del Génesis hasta la última de Malaquías. Y lo que quiero decir en primer lugar es que Yavé, el Dios hebreo, me ha parecido un tirano abominable. No creo que por culpa de la traducción. Ninguna, por defectuosa que fuera, podría ocultar el hecho patente de que se trata de una deidad  tremebunda. Una deidad que, habiendo (se supone) inventado la risa, no suelta una en todo el volumen, y mucho menos una carcajada.

Yo ya sabía que era de cuidar, toda vez que a mí me tocó nacer en el seno de una familia protestante puritana más apegada al Antiguo que al Nuevo Testamento. Sabía, sí, por los pasajes del mismo leídos desde el púlpito, que nuestro Dios era muy exigente con los suyos. Que se  trataba de un Padre de marcada tendencia iracunda, satisfecho con su gente cuando se comportaba bien pero inexorable si dejaba de obedecer sus mandatos, que eran muchos. Lo que desconocía era la verdadera dimensión de su brutalidad. Ahora  lo sé. Y me he quedado helado.

El mismo Yavé se autoproclama en los textos sagrados dios vengativo, dios dispuesto a todo lo que haga falta. Una y otra vez les va recordando a los israelitas cómo les sacó de su larga esclavitud en Egipto y firmó con ellos una alianza para toda la eternidad. Cómo ha venido allanando para ellos el camino hacia Canaán, la Tierra de Promisión, repleta de leche y miel. Cómo les ha dado su palabra de limpiar el tan anhelado homeland de los adversarios que lo usurpan para que, cruzado el Jordán, lo puedan ocupar sin demasiada dificultad. Por todo ello, insiste, es su obligación amarle de manera incondicional. ¿Y qué hacen? Pues postrarse ante ídolos de su invención, elevar altares paganos, entregarse a otras aberraciones. Son incorregibles. Y por ello van a recibir su merecido. He aquí un dios que podría hacer suyo el famoso lema español de «Quien me lo hace me lo paga».

Cuesta trabajo entender una mentalidad capaz de amar a un dios tan implacable, que ahoga a su propia creación bajo un diluvio descomunal, ordena lapidar a los pecadores y que siempre, tras un provisional alto de fuego, vuelve a las andadas.

Las cifras de las pérdidas ocasionadas por su  intervención directa en los asuntos del pueblo elegido son espeluznantes. En 2/Samuel, por ejemplo, se nos relata que, para castigar una falta de David, organiza una pestilencia en Israel que mata la friolera de 70.000 personas.

En 2/Crónicas nos enteramos de cómo, enrabietado, interviene para que medio millón de los guerreros israelitas más escogidos, nada menos, sean despachados a gusto por el rey de Judá.

Si trata así a los suyos, no cuesta trabajo imaginar lo que hace con los enemigos declarados de estos, a quienes les suele enviar, cuando no los quita de en medio directamente con la espada justiciera, enfermedades y plagas de todo tipo (langostas, almorranas, sarna, tiña, locura, tumores... ).  «Ira y furor», así resume Moisés, su profeta, el proceder de Yavé.

EL ANTIGUO Testamento, al pie de la letra, es pura dinamita..., o bomba atómica. Y así lo toman los judíos ultraortodoxos de Israel, que pasan la vida aprendiéndolo de memoria y se están multiplicando tan bíblicamente que en 20 años podrían acceder al poder. El fanatismo (del latín fanum, templo) es siempre una calamidad, y más el fanatismo monoteísta. De ello saben mucho los cristianos, que estuvieron siglos matando, y entrematándose, en nombre de Dios y su Hijo Crucificado.

Veo los reportajes sobre lo que está ocurriendo ahora en Gaza, las imágenes de los tanques, de los refugiados, de las explosiones, la destrucción no solo de civiles, niños incluidos, sino del medio ambiente. No sé cómo los gobernantes de un pueblo que ha padecido un atroz Holocausto pueden seguir, todavía, con el milenario ojo por ojo y diente por diente, formulado por sus lejanos antecesores e incompatible con la caridad.

Caridad que, según el judío que fue Jesús de Nazaret, constituye uno de los pilares fundamentales de la ley. Me pregunto si un día la humanidad empezará a aprender algo de su historia.