El debate del modelo de Estado

Más República

La Monarquía dejó de ser una institución arraigada en este país desde la guerra de la Independencia

SALVADOR GINER

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Eadvenimiento de la tercera República española depende ya del pueblo. Esta vez será para siempre. Y no llegará con el júbilo con que lo hizo el cada vez más lejano 1931, sino con esa mezcla de alegría y sensatez con que se reciben las cosas que no son sencillas. Todos sabemos que la democracia republicana no resolverá todo de la noche a la mañana. Pero también sabemos que es un paso adelante. La República resolverá solo unos pocos problemas. Solo por eso, vale la pena. El artífice de la nueva transición habrá sido, como es palmario, Juan Carlos I, con la considerable ayuda de Felipe VI. Nuestra deuda con el otrora rey es inmensa, no andemos con circunloquios. Su entereza en el golpe de 1981 está fuera de duda. Se puso al lado de la democracia parlamentaria y la Constitución, y todos, tirios y troyanos, se lo han agradecido.

Sin embargo, aquel suceso no es de lo único de lo que es menester acordarse, aunque parece como si solo se fuera a juzgar su reinado por aquel momento. Su propia abdicación, tras haber resbalado con un error innecesario, es igualmente admirable. [Parece inverosímil que un presidente honorífico de una asociación internacional para la protección de la fauna en peligro sea atrapado acabando a tiro limpio con un hermoso paquidermo. Pidió públicamente perdón por el traspié, y eso le honra. Soy de los que acepta sin reservas esa petición, que responde a un 'nobleza obliga', pero también pienso que esa misma nobleza obliga a más. Ha cumplido cediendo la corona]. Menudo regalo, nadie le va a arrendar la ganancia.

Con motivo de la boda del heredero, el diario El País me pidió un artículo. A causa de su nueva consorte, una opinión predominante era que «se modernizaba la monarquía en España». El nudo de mi argumento, sin embargo, era que la modernización del feudalismo es un oxímoron fenomenal. El feudalismo, con su aristocracia hereditaria, se moderniza aboliéndose. Sabemos que hay algunos reyes europeos, de origen más o menos napoleónico, que ahorran la a veces engorrosa elección de un presidente de República a diversos países nórdicos. Por no hablar del descendiente de los piratas monegascos en ese paraíso del capitalismo especulador que es Montecarlo. [¿Un soberano de opereta? Poca broma, antes de decirlo comprueben el estado de las arcas de Mónaco]. Allí, la princesa es una nadadora plebeya, sudafricana.

Algunos, como Felipe, han promovido al trono a otra plebeya, sin que lo objete públicamente nadie, ni una decadente nobleza, tan acomodaticia siempre. Así que esta no es la cuestión. La cuestión arranca de que, desde el catastrófico reinado de Fernando VII, desde la guerra de la Independencia, la monarquía ha dejado de ser un institución arraigada en este país. Una tierra que ha visto cuatro guerras civiles en las que se ponía en tela de juicio al monarca, no puede llamarse monárquica. [Me refiero a las tres carlistas, en la que la lucha entre dos dinastías ensangrentaba el país, con sus respectivos bandos, uno menos montaraz que el otro, mientras se hundía el imperio; y a la guerra civil, que los fascistas no hubieran ganado sin el apoyo de los carlistas].

Me da pereza, mucha, buscar un presidente republicano. Porque me temo que a quienes lo busquen no se les ocurrirá más que echar mano de algún expresidente de Gobierno, o de algún político notable y de venerable apariencia. Lo ideal, en cambio, sería echar mano de algún científico eminente, o sabio distraído, que no moleste y que posea toda la dignidad necesaria.

En la agenda de asuntos a resolver, la forma de la jefatura del Estado no es tan menor como creen algunos. Solo hablan en términos utilitaristas: cuánto costará la residencia del presidente y su seguridad. Aparte de que debería ser mínima, la legitimidad republicana vence en todos los terrenos. Primero, el del uso de la razón pública, parte de toda democracia. Segundo, en su capacidad por solventar tensiones que el pluralismo nacional y lingüístico plantea a los españoles, muy superior a una concepción dinástica del poder. Tercero, porque al liberar de particular fuero de inmunidad a más personas en posición de autoridad, se cumplen mejor los principios esenciales de una democracia.

Me dirán ustedes que hay muchos aforados en España y que uno más, aunque sea rey, no cuenta. Pues sí cuenta, porque si empezamos por arriba, podremos recortar, como deberíamos, el exceso de aforados, o inmunes, que agobia a este país. Ante la ley, todos iguales. A lo sumo, un solo inmune a las cariñosas atenciones del fiscal. Como decía Francisco de Rojas, gran dramatrugo del XVII: «Del rey abajo, ninguno». Menos aforados, muchos más responsables imputables. Eso suele pasar en las buenas repúblicas. Se las recomiendo.