La Reina y yo (nueva temporada)

FRANCISCO JAVIER ZUDAIRE

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Vamos viendo cómo el mundo se quita de encima las viejas caras y, así, desaparecen Papas, Reyes, Presidentes y dan paso a otros rostros con voluntad de hacerse populares y afianzarse en lo más alto de la pirámide. Vana ilusión, el oropel es perecedero, y la sentencia latina Sic transit gloria mundi ratifica a diario su rango de ley inmutable. Caduca todo, desde los yogures hasta las promesas de amor: sólo Jordi Hurtado permanece y se enroca perpetuo, como la vieja y pertinaz sequía de tiempos ya superados, allá por la Oprobiosa. Se nos ha ido el Rey, lo apreciaremos de facto en la Nochebuena de este año de crisis, y ya van unos cuantos, cuando oigamos al relevo derramar con parecida salmodia aquello tan manido de La Reina y yo…, pero en este caso refiriéndose a la plebeya Letizia, periodista de ex oficio. Ya ven, tanto criticar a las facultades de periodismo por fabricar profesionales sin futuro y ahí está la flamante Reina, prueba fehaciente de que una plumilla puede aspirar al trono; incluso a una inducida y vitalicia solidez económica por la vía del tálamo.

¿Y la República? Bien, gracias. Será añorada mientras no venga, después será otra cosa que sólo su implantación podría desvelar. El caso es que han rebrotado las inquietudes por cambiar el cromo de un rey por el de un presidente republicano o, mejor todavía, por consultar en referéndum qué prefiere el pueblo. Digan lo que digan, jamás se le preguntó a la ciudadanía acerca de sus deseos, y pretender que la monarquía iba en el paquete de la Constitución es una verdad a medias e interesada, sobre todo si se tiene en cuenta el contexto en el que se produjo la votación (1978). En el referéndum constitucional se ratificó la Carta Magna, y deducir que se optó por la monarquía es tan falso como creer que la Constitución garantiza una vivienda a todo el mundo por el hecho de afirmarse en ella que todo el mundo tiene derecho a la misma. Así que la pregunta sigue pendiente.

Dicen que la fortuna del Rey abdicante ronda los 1.700 millones de euros ('The New York Times', 2012), no tengo ni idea. Si es así, ha aprovechado el tiempo mejor que un currito de cualquier cadena de montaje, incluso que su encargado. Esa cifra –incomprensible para unas matemáticas de bachillerato, como las mías- es un argumento más de sus detractores, presumiblemente equivocados si piensan que otra forma de Estado elegida estará exenta de albergar urracas con gordas cuentas en Suiza. No hay más que ver el nivel de corrupción de este país entre las clases política, empresarial y hasta sindical para entender el papel de felpudo, pisoteado y esquilmado, que le toca asumir y soportar al pueblo llano. La pretensión de que un cambio de modelo en la Jefatura del Estado va lograr la inmaculada pureza de quien la ostente, se adivina como una quimera. En función de lo visto, ciertamente. Ojalá lloviera ética, pero lo más probable es que sigamos como estamos, pertinaz sequía, mientras nos inducen a debatir si galgos o podencos y, de paso, nos birlan la cartera.

Cambiamos de rey, y más nos valdría cambiar el paro por empleo, la crisis por el regreso a la prosperidad, los desahucios por la vivienda estable; acabar con los corruptos, desterrar la miseria y dejar que Cáritas se tome unas largas vacaciones. Pero todo esto requiere esfuerzo político y labor incansable de los agentes sociales, compromisos y acuerdos, tarea algo más compleja que sonreír a las cámaras, hacer discursos florales, desfiles militares o artículos que nada solucionan. Como éste, sin ir más lejos.