MONÓLOGOS IMPOSIBLES

Volador de pies en tierra

KILIAN JORNET-BARRIL

KILIAN JORNET-BARRIL / periodico

JOAN BARRIL

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A veces les veo cuando llego a la meta. Están ahí sentados en sus terrazas tomando el aperitivo y se soprenden del paso de un hombre que se busca a sí mismo. A veces incluso les oigo murmurar: “¡Ese tío está loco!”. En el valle no se suele admitir la velocidad. Algunos me miran los tobillos como si ahí tuvieran que batir las alas de Mercurio. Cruzo la meta y espero que llegue el segundo de mis compañeros de carrera. Espero y espero, porque siempre llegan más tarde, y cuando llegan nos abrazamos como si no hubiera rivalidad entre nosotros. En realidad, la rivalidad del corredor de montaña se encuentra en la montaña y en el desnivel. Y también en esas piedras móviles que quieren devorarme los pies y convertirme en una estatua de mármol oscuro que sobresale entre los océanos de nieve.

Loco o no, me siento a menudo un híbrido entre la voluntad y la mecánica. Los caminos se han hecho para pasear y las montañas, para ser vistas de lejos. Pero vencer a la montaña es una manera de desafiar al creador. Ahí estoy, en la cresta, dibujando perfiles sobre el cielo y gozando de un viento que jamás antes ha tocado a nadie. Me voy a contar la soledad solo para gozar de la compañía cuando baje. Piso las piedras antiguas con la fuerza del rayo que las rompe. Busco manantiales entre la nieve licuante. Veo paisajes que van más allá de los límites. En un primer término, las montañas verdes de la naturaleza vegetal. Más lejos, el color oscuro de los barrancos. Finalmente, ahí donde la vista se pierde aparecen las montañas azules y neblinosas de todos los infinitos. El mundo es una esfera de un solo color, es la mirada la que lo acaba pintando.

No necesito nada más que el esfuerzo y la determinación para ir a la conquista de caminos que todavía no saben que lo son. Algún día tal vez la montaña me juegue alguna mala pasada y un resbalón inoportuno me deje tirado sobre las piedras profanadas. Mientras tanto, hay que mantenerse con la cabeza clara y con esos pies a veces doloridos. El suelo es mi pedestal y el cielo, el lugar en el que me siento volar. No hay nada mejor que la soledad buscada y allí inventar nuevos caminos en el claustro de mi inmenso monasterio.

Ya sé que eso se va acabar y que la locura que me atribuyen los inmóviles de las plazas va a transformarse en lucidez. Llegará un tiempo en el que en vez de subir monte arriba preferiré montar en ascensor. Pero nadie podrá robarme los muchos kilómetros que he ido dibujando por las alturas. Acariciaré las piernas que me llevaron tan lejos y notaré la vibración de los músculos que buscarán gandules un sillón de orejas para recordar lo mucho que habrán hecho.

Vivo para correr. Y el día que no corra me sentiré una pieza de granito entronizada en el museo de las obras de arte esculpidas con el cincel de la tenacidad. No estoy loco. Simplemente estoy vivo, que es la mejor manera de ser feliz.