MONÓLOGOS IMPOSIBLES
Muchos tiempos y un solo país
Joan Barril
Ha dirigido el semanario 'El Món' y ha ejercido de columnista en diarios como 'El País' y 'La Vanguardia'. Actualmente presenta 'El Cafè de la República en Catalunya Ràdio'. En televisión dirigió el programa 'L'illa del tresor' junto a Joan Ollé en el Canal 33.
JOAN BARRIL
Dicen que ya peino canas, pero el color de mi cabello es luminoso, brillante, entero, como si creciera en el campo abonado de mi cerebro y de mi voz. Lo de la voz es algo sorprendente. Dicen que la voz es lo último que se pierde. Yo tengo voz y dudo de tener voto. En la moda catalana de estos tiempos me preguntan cada dos por tres si soy independentista y yo les digo que no, que no estoy del todo convencido. Al fin y al cabo, crear un Estado con otro Estado vecino que va a la contra puede comportar muchos problemas. Que me lo digan a mí, que soy valenciano y que suelo pasear por Valencia en la más absoluta soledad sin que nadie me moleste. Yo no quiero que para ir de Barcelona a Valencia tenga que cruzar una frontera y mostrar la patita al policía nacional de turno. Mi vida profesional está llena de policías nacionales y ya estoy un poco harto.
Pero hablaba de mi voz. Si Xátiva hubiera sido Las Vegas, la voz sería yo y no Frank Sinatra. Empecé en este oficio a lomos de una moto gritando lo de "Al vent, la cara al vent". Luego vino lo del 'Diguem no', que se convirtió en un himno. Me acogieron en Madrid, en Euskadi, en París, en Cuba y en Japón y me sentí tan querido como vigilado. Con la democracia, las canciones continuaron, pero ya eran canciones de verdad, tranquilas, pensadas. Me habría gustado ver qué habría pasado si mis canciones hubieran servido de música de baile. Pero mis canciones ya no eran mías. Las cantaba la gente incluso con ese acento valenciano que a mí me salía de dentro. Dejé la silla de enea que me servía para tocar y puse tres o cuatro músicos para que ennoblecieran mis canciones. De las facultades universitarias pasé a actuar en los grandes auditorios. Incluso una vez, en 1997, debuté en la plaza de toros de Las Ventas. Me lo había pedido mi amigo Fernando López-Amor, director general de RTVE para hacer un acto de protesta por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Fue un desastre. Hay una España que entiende el país como una finca particular y que no está dispuesta a que la izquierda ocupe sus escenarios. El abucheo fue tremendo. Incluso los jerarcas del PP tuvieron que pedir excusas con la boca pequeña. Fue una manera de volver a la música íntima. El público ya no era ecuménico y los cantantes o los actores nos estábamos convirtiendo en muñecos de pim-pam-pum. Mejor en casa, pues.
Solo muy de vez en cuando hago recitales grandes. De algo hay que vivir. Y desde el escenario voy viendo cómo el público también ha experimentado un natural fenómeno de alopecias y cabellos canos. Ellos y yo somos los hijos de un siglo cargado de silencio. En las fotografías promocionales ya no tengo aquella pose de rebelde con causa. Seguimos luchando por muchas otras causas, pero ahora vale la pena mostrar los dientes, no para morder sino para sonreir. He tenido suerte en la vida. Y me gustaría que mis amigos también sintieran la suerte de haberme conocido y de haberse reconocido. Me consta que ya no volveré a pasear por Valencia en la soledad del proscrito.
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