El desafío catalán

Soberanía y derecho a decidir

La relación España-Catalunya no se puede arreglar con ajustes epidérmicos DE la Constitución

JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS

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Tenemos un problema con la soberanía. La Constitución dice de la soberanía nacional que «reside en el pueblo español»; y de este, identificado con la «Nación española», predica una unidad «indisoluble». Para reforzarla, tras equiparar «nación» y «patria común de todos los españoles», la declara «indivisible». Pero ocurre que dicha soberanía se encuentra cuestionada en ciertas autonomías con fuerte identidad nacional distinta de la española, que aspiran a proclamar la soberanía que ha de ser propia de sus respectivas naciones. Es el caso de Catalunya, donde es patente el empeño de la mayoría de sus fuerzas políticas por afirmar la propia soberanía, lo que no deja de ser aspiración problemática al colisionar con el dogma jurídico-político de la soberanía nacional en la Constitución.

Ha sido remitiéndose a la Carta Magna que el Tribunal Constitucional ha emitido sentencia contra la declaración que hizo el Parlament de Catalunya al definir a esta como «sujeto jurídico y político soberano».  Podemos pensar que dicha sentencia opera desde un concepto mitificado de soberanía, correlativo al concepto unívoco de nación desde el que el mismo tribunal declaró inconstitucionales partes del nuevo Estatut, dando lugar a manifestaciones de afirmación de Catalunya como nación que originaron la dinámica política que ha acabado en el proceso en torno a la consulta sobre la relación entre Catalunya y España.

Cabe estar en desacuerdo con la sentencia del Constitucional. Pero eso no quita que se trate de resolución en derecho que, con fuerza de ley -expresión del filósofo Jacques Derrida-, obliga a su acatamiento en el Estado democrático. Eso complica el problema del acceso a la soberanía que desde Catalunya se pretende, pero incide en la necesidad de transitar abriendo vías legales consistentes y fiables, lo cual lanza a la búsqueda de derroteros de legitimidad para la pretendida consulta, algo a lo cual no cierra la puerta la sentencia del TC.

Sin embargo, la mayor complejidad en cuanto al derecho a decidir -con más complicación en cuanto a la posible secesión- no repercute en restar problematicidad a la cuestionada soberanía de España. Viene bien recordar al citado Derrida cuando en una conferencia se preguntaba cómo hacer para que «el tener ganas de soberanía legítima no se convierta en una enfermedad y en una desgracia, una enfermedad mortal y mortífera». El pensador francés reconocía que evitar un soberanismo patológico «parece lo imposible mismo», aunque para ello abogaba por la política, el derecho y la ética como «formas de tratar con esa imposibilidad». El consejo vale en medio de las realidades catalanas y españolas.

Si en la soberanía radica la cuestión política que hoy enfrenta a Catalunya y España, se equivocan quienes creen que la relación se podría arreglar con un nuevo sistema de financiación o con ajustes epidérmicos en la Constitución, como reformas de carácter supuestamente federalizante pero alejadas de un Estado federal plurinacional.

La cuestión reclama política democrática, ley interpretada con la flexibilidad que puede acompañar al derecho y ética centrada en el imperativo de dialogar para hallar soluciones justas.  Y se evidencia como imprescindible revisar la misma noción de soberanía. No podemos seguir con un concepto mitificado de la misma que además bloquea la posibilidad de soluciones en clave de pacto federal entre sujetos que se reconocen soberanos.

No podemos seguir invocando la soberanía tal como se ha entendido desde Jean Bodin hasta ahora -con los atributos divinos de absoluta unidad e indivisibilidad-. Hemos de relativizarla como ficción jurídico-política -como diría Montaigne- que fue legítima para sostener el artificio del Estado, pero que hoy necesita ser reelaborada para radicarla de forma consecuente en los ciudadanos que con el voto conforman su decisión colectiva. No hay fuerza de ley soberana al margen de -y menos contra- la voluntad ciudadana.

El reconocimiento de soberanía que implica el pacto constituyente que España necesita empieza por el del derecho a decidir en una consulta en la que el pueblo -la ciudadanía catalana, por ser allí donde tiene que arrancar un orden constitucional posible, ya que es en Catalunya donde el existente se cuestiona en su legitimidad- emita su opinión sobre el futuro político por el que apuesta.

Soberanía es, pues,  decidir, aun en referendo consultivo, pero expresión al fin de una opinión pública de la máxima relevancia que no deja de ser, como Jürgen Habermas señaló, cauce de soberanía fluidificada, es decir, la que corre por las venas de una ciudadanía que ejerce su derecho a la participación política.