Las costumbres y la convivencia

En el AVE con silencio

Es muy de agradecer que vaya a haber vagones sin ruido en un país en el que la gente habla muy alto

IAN GIBSON

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Creo que fue Richard Ford, autor de la mejor, más enjundiosa y más a su manera divertida guía de este país jamás escrita por un extranjero, Manual para viajeros en España y lectores en casa (publicado en Londres en 1845), quien comentó primero, de entre los aristocráticos «curiosos impertinentes» que entonces empezaban a hacer turismo al sur de los Pirineos, el estruendo de las voces indígenas.

Ford había tocado tierra en Cádiz y nunca olvidaría la algarabía, con las enérgicas gesticulaciones acompañantes, que le asaltó los tímpanos aquel día por calles y plazas gaditanas. «La conversación más amistosa se desarrolla aquí como una contienda mortal», escribe. Y luego: «Hay más fragor a bordo de una barca de pesca española que en todo un acorazado británico».

En la flemática isla de John Bull no había nada comparable. Tampoco en Francia. España, en su manera de hablar, como en otros muchos aspectos, era diferente.

Casi siglo y medio después, el académico gallego Domingo García Sabell -ya no se trataba de un foráneo- publicó un memorable artículo sobre la tendencia española a gritar «en demasía», «por todo» y «hasta las confidencias». ¿Por qué tal proclividad? Lo tenía claro. «Andamos a la búsqueda del asombro de los demás», sentenció. El español alza la voz mirando el tendido, «esperando la tácita ovación del público».  Hay en todo ello mucha ópera, mucho aparentar, mucha proyección personal. Consecuencia: en este país el diálogo real es imposible, pues todos quieren hablar y nadie escuchar («un yo vocifera y otro yo le responde, y ninguno de ellos se entiende»).

García Sabell reflexionaba así, y creo que no desatinadamente, cuando todavía no había llegado el teléfono móvil, cuyo abuso convierte hoy en infernales, para cualquier persona de sensibilidad, los viajes en tren y en autobús. Menos mal, pienso yo, que aquel fino crítico literario, estudioso de Joyce, se fuera a mejor vida antes de padecer tal calvario, él, que practicaba como nadie el arte de la conversación, que amaba el silencio y que había hecho suyo el consejo de Antonio Machado: «Para dialogar, / preguntad primero; / después... escuchad».

En el AVE llevan años intentando en vano persuadir a los viajeros de que reduzcan «el volumen de su móvil» -como si el aparato tuviera la culpa y no su propietario-, e incluso a salir a la plataforma si lo quieren utilizar. Sin éxito. Con absoluto desparpajo, con total indiferencia hacia la privacidad de los demás, los usuarios invaden el espacio del prójimo, lo agreden y lo violan con la revelación de sus banalidades domésticas o empresariales. A menudo montan casi un despacho portátil. No ayuda para nada el hecho de que el castellano, sobre todo en su versión mesetaria, es ruidoso en sí, con vibraciones de cuerdas vocales sui géneris y no sé si de otros órganos internos. En lugar del «susurro de abejas que sonaba», que en el poema de Garcilaso es lo único que, al lado del Tajo en Toledo, quiebra el silencio de los cigarrales, son en el AVE las tonterías «de inanidad sonora» (Mallarmé) las que lo hacen añicos e imposibilitan la concentración necesaria para leer en calma un libro o un periódico: uno de los mayores alicientes, me parece a mí, de los viajes en tren. «¿Sabes a qué hora me dormí ayer? ¿Hola, me oyes? ¿No me oyes nada, Maru? ¡Joder! ¿Sabes a qué hora me dormí ayer? ¿No me oyes? Estoy en el tren» (literal, del otro día).  Protestar, aunque con la mesura debida, contra quienes se comportan así conlleva un riesgo considerable. Sobre todo si se atreve a hacerlo un extranjero. Lo he constatado más de una vez.

Por todo ello, la buena noticia anunciada hace unas semanas por el presidente de Renfe, Julio Gómez-Pomar, es muy de agradecer. ¡De modo que el AVE, como los trenes británicos y alemanes correspondientes, va a tener por fin coches silenciosos, y al mismo precio que los demás vagones! Da gusto poder elogiar en vez de estar siempre criticando. El nuevo servicio, que por lo visto se va a poner en marcha entre junio y julio, será disfrutado por millones de personas, reportará los beneficios sin duda previstos y redundará no solo en mejorar la imagen del país sino en devolver al viajero el placer de poder leer tranquilamente durante su trayecto. Pero, ¡ojo!, así como señaló el escritor inglés Alan Bennett, al glosar hace un par de años la llegada allí del coche novedoso, habrá que conseguir no solo la supresión del móvil sino la reducción decibélica de los intercambios convencionales.

O sea, si vamos a tener coches silenciosos, que sean silenciosos de verdad. Algo, me temo, no muy fácil en un país donde, si hablar bajo resulta muy difícil, cuchichear es casi una actividad desconocida.