El asalto al poder

El simulacro democrático

La corrupción es el punto álgido de un golpe de Estado permanente que no necesita utilizar armas

TONI MOLLÀ

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Hace unas semanas Jordi Évole sorprendió a la audiencia de La Sexta con un documental que presentaba el golpe de Estado del 23-F como un simulacro cuyo objetivo era salvar la democracia. El programa se recibió con un amplio abanico de opiniones. Desde su consideración como simple remake de La guerra de los mundos de Welles hasta la descalificación por una supuesta banalización del mal. Quizá valdría la pena considerar la posibilidad inversa a la de Évole. Digo, y ustedes me perdonarán, considerar que, en realidad, vivimos instalados bajo los efectos de un golpe de Estado permanente (como las asambleas de nuestra juventud) y que la democracia formal que nos cobija es un simple simulacro gestado (como en el programa de Évole) gracias al consenso entre élites.

Muerto Montesquieu a manos de Alfonso Guerra durante la movida socialista, la separación de poderes en la que se apoya nuestra idea de democracia entró, como sabemos, en un proceso de intensificación de promiscuidades entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial que no presagiaba nada bueno y que inauguraba una alarmante indefensión ciudadana ante los aparatos del Estado. Paralelamente, el metapoder económico -«una especie de poder transversal que puede cambiar las reglas nacionales e internacionales», según Ulrich Beck-  aceleró el rumbo de la democracia realmente existente hacia lejanos paraísos financieros y dejó nuestras vidas a merced de sus tentáculos glocales. Los conglomerados empresariales, tan impermeables al control normativo, impusieron una desregulación de los check and balance que nos gobernaban y sustituyeron la lógica ciudadana que creíamos solidaria y redistributiva por otra estrictamente comercial. La erosión del Estado del bienestar pactado entre liberales y socialdemócratas tras la segunda guerra mundial y la privatización de servicios básicos bajo un mantra (neo)liberal que no habían imaginado Ronald Reagan ni Margaret That-cher nos dejaron, finalmente, a los pies de un golpe permanente sobre derechos sociales, laborales y hasta informativos de una población atónita y desarmada.

El punto álgido de tales promiscuidades económico-políticas a mayor gloria del capital y desgracia de la ciudadanía tiene su gran metáfora en la corrupción, auténtico punto de encuentro de los intereses económicos y de sus conseguidores políticos. No es extraño que, según el último barómetro del CIS, la corrupción sea ya la segunda preocupación de los ciudadanos, solo por detrás del paro y por encima de los «problemas de índole económica» y los «políticos en general». La generalización de este sentimiento es especialmente grave pues, según nos confirman Daron Acemoglu y James A. Robisnon en su ya clásico Por qué fracasan los países, «el fracaso de un país», más allá de los factores geográficos y culturales, «depende de su política y sus instituciones extractivas». No se puede expresar de manera más diáfana, ya que, efectivamente, algunas de nuestras instituciones parecen ocupadas por grupos organizados que «extraen» recursos de una forma más cercana al comportamiento mafioso que al recto gobierno de la colectividad que representan. «El principal instrumento de las mafias modernas no es la violencia, sino la corrupción», estableció Luciano Volante en su también clásico No es 'la piovra'. Doce tesis sobre la mafia.

El programa de Évole fantaseó con la violencia inherente al golpe. Pero hoy sabemos que las formas de ejercer el poder dependen de contextos geográficos e históricos. El golpe de 1936, por ejemplo, llegó en un contexto abonado interna y externamente. El de Tejero, por su parte, fue un anacronismo histórico a pesar de que muchos valencianos pensamos en lo peor cuando vimos desfilar los tanques de Milans del Bosch. Sin embargo, los más inteligentes del régimen sabían que no necesitaban ametralladoras ya que podían conseguir sus objetivos por medios democráticos.

Como afirma Manuel Castells, «la tortura física es menos eficaz que la manipulación mental». La liquidación de la democracia plebiscitaria se hace ahora a través del darwinismo económico y la hegemonía cultural que este permite. El control de las grandes corporaciones y de las audiencias es al menos tan determinante como la vida parlamentaria, cuya liturgia entra a menudo en el terreno del simulacro que describió Jean Baudrillard: una representación que pierde toda su conexión con la realidad y se convierte en instrumento de distracción, engaño y secuestro de los temas realmente importantes. Quizá por ello uno se pregunta si es posible, como aseguraba John Holloway, cambiar el mundo sin tomar el poder. Pero esto mismo es lo que desea Florentino Pérez, según declaró a Évole en otro de sus didácticos programas.