Justicia en masa

ANTONI SERRA RAMONEDA

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Se denomina fordismo al modelo de producción en masa que permitió una rebaja sustancial de los costes unitarios de muchos productos manufacturados, y por ende de sus precios. Con ello se abrieron las puertas a su utilización por una parte importante de la población de los países avanzados. El símbolo de este sistema organizativo fue la cadena de montaje que implantó Henry Ford I en sus plantas automovilísticas, de las que salieron millones de unidades del modelo T, que tanto contribuyó a la motorización de Estados Unidos. Se suele explicar que Ford concibió la cadena de montaje tras una visita a un matadero de Chicago donde el cadáver del buey sacrificado colgaba de un gancho en una cinta que lo transportaba por los distintos lugares donde iba siendo despiezado hasta que solo quedaba el esqueleto mondo y lirondo. Ford invirtió la secuencia: al chasis inicial, los obreros situados a lo largo de la cadena añadían las distintas piezas hasta que al final del proceso se disponía de un vehículo presto para rodar.

Hoy, cuando la industria prima la calidad y la diversidad frente a la obsesión por el coste unitario, parece que en Egipto quieren aplicar los principios fordistas a un ámbito muy alejado de la industria. En un juicio que apenas duró dos sesiones, un tribunal ha emitido una sentencia que condena a muerte nada menos que a 529 personas. ¡De una sola tacada y sin perder apenas tiempo, 529 personas condenadas a la pena capital! Echemos números. En el supuesto extremo de que los magistrados hubieran estado las 48 horas escuchando a testigos, imputados y defensores, el promedio dedicado a cada condenado es de cinco minutos y medio, que no dan ni para comprobar su identificación, y menos aún para que pueda hacer alegaciones. Es prodigioso. Una productividad admirable hasta ahora nunca alcanzada en Egipto ni, supongo, en ninguna parte del mundo.

En el origen del juicio están los acontecimientos del pasado mes de agosto en la localidad de Minya cuando una multitud, enfurecida por la violenta actuación de la policía para acallar las protestas por la deposición del presidente Morsi, arrasó varias iglesias de la minoría cristiana para después irrumpir en una comisaría, asesinar a un agente e intentar hacer lo mismo con otros dos. Fueron 542 los acusados por estos desmanes, de los que 16 fueron absueltos y unos 400 juzgados en rebeldía por ser su paradero desconocido.

Sesenta años atrás el presidente Nasser, tras unos violentos disturbios, encarceló a miles de islamistas y ejecutó a una cantidad nada desdeñable de ellos. Pero los hizo juzgar por un tribunal especialmente creado para la ocasión. Según manifestó posteriormente, su intención era mantener al margen de la farsa, cuyas motivaciones eran puramente políticas, a los jueces ordinarios para preservar su buen nombre y su imagen de imparcialidad. Se trataba de dar una señal que atemorizase a quienes se oponían a una secularización de la sociedad egipcia. Esta vez, por contra, ha sido un tribunal ordinario, ni siquiera uno militar, quien se ha ocupado del castigo a los Hermanos Musulmanes.

 

Todos los conocedores de los intríngulis del tema creen que habrá una apelación y que la sentencia será revisada, por no decir dulcificada. Pero el daño ya está hecho. Una institución tan importante como la judicatura ha quedado desprestigiada al prestarse a participar en un simulacro tan burdo. Si los actuales dirigentes pretenden construir en Egipto un Estado democrático, han empezado con mal pie. No dudo de que los Hermanos Musulmanes tienen un concepto de democracia muy alejado del que predicamos en Occidente, pero jugar de manera tan frívola con vidas humanas es una auténtica vergüenza. Nadie en su sano juicio puede creerse la proclama del Gobierno de que el sistema judicial egipcio es totalmente independiente.

En una reciente obra, el economista Luis Garicano afirma que si España opta por imitar a Dinamarca en el funcionamiento de sus instituciones, una de las primeras tareas a emprender es reformar su sistema judicial. No solo por lo que se refiere a su desesperante lentitud, sino también al exceso de formalismo. Con esta opinión comulgan muchos expertos y una buena proporción de la población. El reto no es fácil, pero su superación es imprescindible para librarnos de dos de las lacras que sufre nuestra sociedad: la corrupción y el paro. Pero en la reforma no debe existir solo una obsesión por la productividad, que, en una interpretación grotesca, impensable en nuestras latitudes, nos llevaría al caso egipcio. Pero sí conviene subrayar que es indispensable para alcanzar el deseado modelo danés asegurar la plena independencia de jueces y magistrados tanto del poder político como del fáctico. Lo que hoy por hoy no siempre ocurre. Economista.