El menú de los enchufados

FRANCISCO JAVIER ZUDAIRE

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La crisis tiene su punto clasista, el suficiente para ratificar que ni en esa batalla económica somos todos iguales.

Una democracia no sólo es, entre otras cuestiones, la garantía de la libertad de expresión, el derecho a elegir los representantes políticos o el acceso sin trabas a la Justicia. También los matices son importantes. Y recortar desde los gobiernos la opción de manifestarse, mediante disposiciones gubernativas, limita la libre expresión; igual que las listas cerradas degeneran la elección de los políticos o la justicia de pago obligado acaba con la posibilidad de que acudan a ella quienes presentan mayor debilidad en su economía doméstica. Son desvaríos antidemocráticos que minan la esencia pura de los derechos establecidos de salida.

Los detalles cuentan y, todavía peor, resultan insultantes cuando se esconden y se convierten en una burla a los ciudadanos. De uno de ellos se trata aquí. Antes de entrar en materia, reconozcamos que gracias a los medios de comunicación nos hemos enterado de numerosos casos de corrupción política, de prevaricaciones de jueces, de malversaciones, blanqueos de dinero, fraudes, huida de capitales, amnistía fiscal soterrada en favor de los tahúres del reino... etcétera, y eso es justo reconocerlo. Asimismo, hemos conocido ciertos detalles, es el caso. Si por la tropa instalada en el poder fuera, ignoraríamos hasta esa media misa que hoy sabemos. Mejor no olvidarlo.

Digamos, pues, que no es preciso referirse a las grandes cuestiones de Estado: existen decisiones amagadas que duelen tanto o más porque discriminan y reinventan las clases sociales a favor de las mejor posicionadas. La oferta, por ejemplo, que el Gobierno distribuye en forma de menús y bebidas a bajo precio, solo para políticos, funcionarios de ministerios y parientes directos. Mientras la crisis se ceba con los ciudadanos, estos privilegiados comen los menús que les pagamos todos los contribuyentes con los impuestos, y así alivian la crudeza de unos tiempos difíciles. A costa de los demás. Lejos de destinar ese esfuerzo generoso a los que necesitan la ayuda de verdad, se beneficia a unos trabajadores de sueldo consolidado y puesto de trabajo fijo.

La ruta de esta gastronomía, insultante para el resto de ciudadanos, arranca en el Ministerio de Empleo, donde se ofrece un menú a 3,40 euros, pudiendo elegir un primer plato entre tres sugerencias, un segundo de carne o pescado y postre, bebida incluida. No encontrará nadie en el madrileño paseo de la Castellana chollo como éste, destinado a los funcionarios del ministerio y familiares directos. No es de extrañar que algunos regresen a casa al mediodía con la andorga llena, tengan o no que volver por la tarde. Muy cerca, en la cafetería del Ministerio de Hacienda --aquí, Hacienda ya no somos todos-- , puede comerse por 5 euros, menos de la mitad de lo que puede costar un menú sin subvención por esa zona.

Sigamos con la guía gastronómica. En los ministerios de Economía, Hacienda y Presidencia pueden degustar estos favorecidos un menú completo por menos de 7 euros, incluso de dieta. Poco importa que los señores diputados dispongan de una media mensual de 1.800 euros para atender a sus gastos de mantenimiento y alojamiento: en el restaurante del Congreso, los precios máximos que se pagan son: menú del día a 9 euros; desayunos, 1,05 euros y cafés, 0,85. No obstante, a los funcionarios les cuesta la mitad, 4,50 euros, al disponer de cheques de comida. En el Senado, el café con leche vale 1,05 euros y el menú del día sale por 8,35 euros.

¿Pero qué sería la vida sin un pelotazo, además subvencionado? Las bebidas alcohólicas, como gintónics, han sufrido este año en el Congreso un repunte, hasta los 6 euros, aunque todavía por debajo de los precios de mercado. Subieron después de que se conociera que sus señorías se los estaban metiendo entre pecho y espalda a menos de 4 euros la pieza.

No hay noticia de que a alguno de los beneficiados o de quienes amparan este agravio infligido a los pacientes ciudadanos se le haya caído la cara al suelo. De vergüenza, o sea.