La judicialización de la política

Vuelve el recurso previo

La reintroducción de la impugnación preventiva de un estatuto ante el TC deslegitima al Parlamento

JOAN RIDAO

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Vista la no solo breve sino también azarosa vida que tuvo el recurso previo de inconstitucionalidad entre 1979 y 1985, bastaría con reproducir aquí los argumentos con los que, en su día, el Gobierno de Felipe González planteó su desaparición mediante la mera supresión del artículo 79 de la ley orgánica del Tribunal Constitucional (TC). Una derogación confirmada, por cierto, por el propio alto tribunal con el argumento, entre otros, de que no había previsión constitucional expresa para ello y que, por tanto, su existencia era perfectamente disponible por parte del legislador.

No obstante, creo necesario recordar otras cosas. Por ejemplo, que ya en la pasada legislatura tanto el Partido Popular como la UPD de Rosa Díez propusieron sin éxito la misma cuestión, con el voto socialista en contra, por cierto, en un contexto de plena resaca posestatutaria. La iniciativa, entonces como ahora, respondía a una cierta voluntad de sus proponentes de escenificar el fin de las hostilidades guerreras del contexto estatutario, como si quisieran redimirse o expiar sus culpas, pretextando que, en caso de haber existido un control previo, nos hubiéramos ahorrado el penoso trance de la sentencia del 2010. Un argumento tan falaz, vaya, como el de que el Estatut era una reforma por la puerta de atrás de la Constitución y tantos otros exhibidos en su momento y que, como es sabido, acreditan a los populares como titulares de un lúgubre y delirante expediente en relación al Estatut: se autoexcluyeron del pacto estatutario, recogieron cuatro millones de firmas en mesas petitorias, recurrieron en amparo incluso su admisión en el Congreso de los Diputados, interpusieron un recurso de inconstitucionalidad y propiciaron todo tipo de maniobras tan inicuas como injustas como la recusación de magistrados que no eran de su cuerda. Y ahora el recurso previo no deja de ser un triste corolario a tan infeliz historia.

Vayamos por partes. Por lo pronto, hay que decir que el recurso previo constituye tanto una fractura de nuestro modelo de control constitucional sucesivo como una indeseable injerencia del Tribunal Constitucional en la actividad del legislador, además de una clarísima judicialización del legítimo debate político. Esto es, el recurso previo faculta al TC para extralimitarse en su función de control, abandonando su clásico rol de legislador negativo, erigiéndose en una auténtica tercera Cámara con derecho de veto sobre la autoridad del Congreso y del Senado, a los que indica la ruta por la que debe transitar un proyecto legislativo. Y, lo que es peor, destruyendo la presunción de legitimidad del propio Parlamento como representante de la voluntad popular. En suma, podría decirse que es como la guerra preventiva de Aznar pero trasladada a la democracia y al Parlamento. En segundo lugar, la experiencia demuestra que el Partido Popular, hoy promotor de reintroducir el recurso junto a un PSOE víctima de la peor de las amnesias, en su día hizo una utilización no solo política sino también espuria del mismo, con una clara voluntad de obstruir y dilatar el proceso de aprobación de leyes que no eran de su agrado: la ley orgánica de educación, la ley de libertad sindical y, sobre todo, la reforma del aborto en el momento en que se incorporaron los célebres cuatro supuestos mediante la modificación del Código Penal.

Pero dicho todo esto, hay que reflexionar en torno a algo más. No es lo mismo un recurso previo contra un estatuto de autonomía que contra una ley. El Tribunal Constitucional no debería ser nunca el juez de ningún estatuto, y menos de aquellos que, como el catalán, gozan de un plus de legitimidad al ser no solo refrendados por el pueblo en las urnas sino al constituir, también, una norma paccionada, esto es, producto del acuerdo entre el Parlamento autonómico y las Cortes Generales. Desde luego, la garantía última del derecho a la autonomía reside en el pueblo llamado a votar, y la garantía de pulcritud de un estatuto reside en el propio Parlamento, verdadero guardián de la constitucionalidad. De modo que su voluntad no debería ser ni alterada ni entorpecida por nadie, ni antes ni después.

Por consiguiente, el problema no es tan solo si debe existir o no un recurso previo, con el TC suplantando al Parlamento; ni, incluso, el mal uso que de él puede hacerse en algunos casos, como ponen de relieve los antecedentes. Sino, sobre todo, si, atendiendo a la singular naturaleza de un estatuto, puede haber alguien que diga algo más a lo dicho por el Parlamento y las urnas. Y, si se me permite, todavía más si ese alguien presenta serias dudas de credibilidad y legitimidad en su papel de árbitro. Pero esa ya es harina de otro costal…