Al contrataque

Unos muertos de hambre

JULIA OTERO

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Una cifra como otra cualquiera, mezclada con porcentajes del PIB, letras del Tesoro colocadas o coches de segunda mano disponibles. En esa madeja de números con la que se escribe cada día la actualidad aparece una cantidad que se corresponde con la de cuerpos ahogados que la corriente marina ha ido arrojando a la playa de Ceuta. 15 cadáveres, como quien dice olas de 20 metros en Finisterre o 40 millones de Bárcenas en Suiza. A veces leemos datos que nos escandalizan un rato -corto-, otros dan para conversaciones en la máquina del café y luego está lo de los subsaharianos en Ceuta  , que parece un bulto informativo que ni nos va ni nos viene. Esos 15 cadáveres eran personas vivas hace 10 días. Salieron un día de su casa, se despidieron de su madre, padre y hermanos, recorrieron kilómetros de desierto sin apenas comer ni beber, y se lanzaron al mar para recorrer el último tramo de su esperanza de futuro. Tendrían un nombre y un apellido, una historia personal, un puñado de recuerdos, una vida. El número 15, sin embargo, nos evita muchos engorros emocionales: nos aleja de lo humano a base de reducirlo a estadística.

Decencia moral

Vivimos tiempos de enorme complejidad que nuestros gobernantes intentan reducir a simplificaciones que rozan el insulto. El presidente de Melilla, por ejemplo, hizo un análisis impropio de una persona alfabetizada: «Si la Guardia Civil no puede usar métodos antidisturbios, solo falta que pongamos azafatas para recibirles». La otra esquina dialéctica de su reflexión sería no andarse con tonterías, y ya que no cabe ni un inmigrante más, bombardeemos desde la frontera todo lo que se mueva al otro lado hasta que no quede ningún muerto de hambre con el que no estamos dispuestos a repartir nuestra miseria. Entre una y otra posición debiera estar la decencia moral y la convicción democrática, o sea, una forma de resolver el grave conflicto de la inmigración sin avergonzarnos. Al ministro del Interior le queda el recurso de rezar para pedir perdón por sus pecados. Dios es magnánimo -aunque se olvidó de África- y sabrá perdonarlo. Pero los que no tenemos a quien orar queremos vivir en un mundo que nos permita mirar a nuestros hijos a la cara y dormir en paz.

Cualquiera de esos jóvenes ahogados, a los que aguardaban en los últimos 15 metros con pelotas de goma, pudo ser el niño adoptado por una pareja del barrio, ese negrito amoroso que vemos por las calles de nuestra ciudad en brazos de una mamá blanca. Pero crecieron demasiado, y ya sabemos que para algunos en cuanto se pasa de la condición de embrión se carece del más mínimo interés divino o humano. Nuestra crisis alcanza también a valores como la humanidad y la compasión. Un conocido fascista me dijo el otro día en Twitter: «Llévate tú 20 negros a casa y aliméntalos». He ahí la reflexión de un bárbaro. El vómito de una alimaña.