La gesticulación política

Mucho dramatismo y poca dramatización

La utilización de expresiones como «choque de trenes» carga de mayor tensión el conflicto catalán

JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS

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La política ha de ser espacio de mediaciones para lograr metas colectivas dignas de ser alcanzadas. Pero se ha convertido en lugar de mediatizaciones, de obstáculos en los caminos para articular la convivencia social y dar respuesta a los problemas constituidos -dicho orteguianamente- en «temas de nuestro tiempo». Tan negativa transmutación la incentiva la tendencia a sobreactuar de quienes desempeñan responsabilidades políticas. La compulsiva pretensión de no perder pie en los medios de comunicación lleva a estar doblemente mediatizados, sucumbiendo a las seducciones de la «sociedad del espectáculo» que Guy Debord describió tan certeramente, la cual no ha hecho sino multiplicar los canales por los que se expande. Lo malo añadido es que las exageraciones del sobreactuar no suman calidad a la representación; al contrario.

EN LA POLÍTICA interna de nuestro Estado encontramos altas dosis de sobreactuación, cargadas de pernicioso dramatismo, que impiden lo que debiera ser fructífera actividad en el ámbito público y productivo ejercicio de representación política -no solo como representación de la ciudadanía, sino como representación ante esta de la trama de los conflictos sociales y la búsqueda democrática de sus soluciones.

Estamos rodeados de sobreactuaciones cuyo exceso de dramatismo en nada contribuye a la búsqueda de mediaciones propia de la acción política. Así, cuando acerca del disenso en torno a la posible consulta a la ciudadanía de Catalunya sobre su inserción, o no, en el Estado español se utilizan expresiones como «choque de trenes» se está cargando con mayor tensión el conflicto mismo. O al insistir en que es un «callejón sin salida» llevar al Congreso la propuesta sobre la consulta aprobada en el Parlament catalán se está empleando una fórmula que presenta como lucha agónica la situación política existente. Sin minimizar problemas, igualmente puede reseñarse el dramatismo hiperbólico que acompaña a las declaraciones de la oligarquía económica en torno a los desastres que sobrevendrían a una hipotética Catalunya independiente, a la deriva en las aguas territoriales de la UE. No nos ahorraremos, por otra parte, dejar constancia de los excesos del nacionalismo independentista encabezando sus reivindicaciones con aquello de «España nos roba». Con tales proclamas no se generan espacios de mediación en los que encontrar las vías transitables que permite el ordenamiento jurídico para hacer posible el ejercicio democrático del voto de la ciudadanía catalana, en referendo consultivo pero relevante para cualquier reforma constitucional que a tal efecto se acometa.

Tras el espectáculo ofrecido por tantos actores que ocupan la escena -desde el mesiánico Artur Mas hasta el tímido Pere Navarro, desde el cuasi mudo presidente del Gobierno de España hasta la locuaz presidenta de la Junta de Andalucía, desde las voces de encendido soberanismo hasta los comentarios trufados de españolismo autoritario...-, nos trae a cuenta reescribir el guion. No se trata de esconder conflictos inocultables, sino de rechazar el histriónico dramatismo con que se dibujan, abriendo el escenario a una saludable dramatización de los mismos.

La democracia, como invento humano, comparte con la cultura en su conjunto el articular los resortes convivenciales e institucionales para amortiguar la tragedia que ella misma conlleva -acertó Georg Simmel al subrayarlo- mediante una productiva dramatización de sus contradicciones. Si cada cual representa su papel a la altura de lo que acontece, nuestra democracia podrá ofrecer la dramatización, sin huero dramatismo, de un conflicto en el que es necesario equilibrar esos polos que ya Nietzsche percibió interactuando en la tragedia griega: la mesura apolínea y la pasión dionisíaca.

POR TANTo, ni frío cálculo, ni ofuscada desmesura. Quizá así la representación posibilite el desenlace de un nuevo pacto constituyente en torno a la propuesta de un federalismo plurinacional. Con él, la sociedad dejaría de ser un conjunto de espectadores tensionados para ser un coro de ciudadanos participantes. Eso implicaría una verdadera transformación de nuestro carácter como ciudadanos y efectos catárticos que alcanzarían a la obra colectiva de la reconfiguración del Estado. ¿Utopía? ¿Es que es imposible lo necesario? Como hasta el prudente Weber decía, hay que pensar lo imposible para abrir paso a lo posible. Y si no nos resignamos a la afirmación trágica de que lo necesario es imposible, hay que denunciar lo que haría que se verificara, y además como farsa: la falsa ilusión de quienes creen que el Estado existente o el Estado soñado se defienden a base de dramatismo demagógico.