IDEAS

La vieja dama

BEATRIZ DE MOURA

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Todos los días, casi a la misma hora, pasa por delante de mi ventana la vieja dama. Si estoy ante el ordenador, ella se detiene y levanta ligeramente la vista. Un perro se sienta a su lado y también mira, ladeando la cabeza. No sé si se fija en mí o admira mi biblioteca. Solo sé que me inspira respeto porque, con el tiempo, he ido acostumbrándome a ella. Radio Macuto cuenta que había ganado muy joven un premio literario, que por algún motivo se había ido de España y había vivido en el extranjero hasta ya bien avanzada la transición. La verdad es que hoy nadie en el barrio sabe en realidad quién es y, como ella es poco dada a la vida social, todos han terminado por creer que está un poco lela, o que tan solo es diferente. Hoy, primer día de primavera, he abierto la ventana y me he  atrevido a saludarla con la cabeza. Su sonrisa amistosa me conmovió hasta los  huesos.

A nuestro alrededor los ancianos solo viven para cuidar de sus nietos, y está mal visto que no lo hagan. Han pasado a ser esclavos de sus hijos cuando deberían al fin vivir ellos su propia vida. De eso hablamos, las dos viejas damas que somos. «A veces pienso», dice ella, «que tampoco debería tener este perro, que me ata, a su modo. No podré siquiera morir tranquila». Lo dice no sin cierto tono despectivo hacia sí misma. «A la muerte, hay que ir sin ataduras, para no molestar, ni herir, ni abandonar a nadie». Pero así vivimos las mujeres que creemos ser libres, pienso yo. Por más que nos pongamos la vida por montera, por más que resistamos hasta la vejez viviendo al límite de lo que creemos es nuestra propia libertad, acabamos sucumbiendo al gran chantaje de la soledad. Tal vez por eso terminamos por tolerar a parejas que ya no soportamos, a amistades que ya no lo son o nunca lo fueron, conversaciones soporíferas y entretenimientos que ya tan solo son exasperantes pasatiempos. «Tonteamos más por torear la soledad que por temor a la muerte misma», zanjó la vieja dama acariciando su perro.