El final de un modelo

El paro como despilfarro

El sistema lo confía todo al crecimiento pese al consumismo y al daño medioambiental que genera

FRANCESC REGUANT

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La palabra despilfarro ha pasado a formar parte del vocabulario de la crisis económicagasto público sin sentido, aeropuertos sin aviones, trenes de lujo sin pasajeros. A su vez, de forma emergente acompaña, como hecho positivo, una renovada conciencia acerca del gap entre una población sobrealimentada capaz de destruir miles de toneladas de comida frente a cientos de millones de personas desnutridas. Sin embargo, nunca se habla de despilfarro para referirse al más importante de ellos, aquel que permite que a millones de personas se les niegue la posibilidad de trabajar. El paro es contemplado como una fatalidad bíblica y no como un absurdo desaprovechamiento de recursos.

Millones de personas desean trabajar, lo necesitan y tienen capacidad pero debido según parece a las «leyes naturales del mercado» no pueden. El paro es visto como problema inevitable, resultado de la debilidad económica del país y de la falta de competitividad vinculada a la baja productividad. El sistema antes de enfrentarse al problema prefiere destinar ingentes cantidades de dinero a seguros y subsidios, y atender más gastos sanitarios relacionados con el síndrome de la ansiedad y la depresión. Así, el paro acaba siendo un buen negocio para algunos; hay una alta correlación entre paro, pérdida de derechos laborales, reducción de salarios y mejora de beneficios empresariales.

El incesante progreso tecnológico destruye constantemente empleos, del mismo modo que genera nuevas oportunidades productivas que acompañan a nuevas demandas. El ajuste entre reducción y generación de empleos no es perfecto ni inmediato, dejando por el camino una larga estela de sufrimiento social. El sistema actual, que no tiene el bienestar entre sus objetivos, es incapaz de traducir las nuevas posibilidades de la tecnología en nuevas cotas generalizadas de calidad de vida. Se supone que esta procederá de forma automática del crecimiento, un objetivo ciego, alimentador de despilfarro y de graves tensiones estructurales: consumismo como fin y no como medio para satisfacer necesidades, obsolescencia programada, menosprecio a los condicionantes medioambientales, miopía ante el agotamiento de recursos naturales, desigualdad creciente, concentración del poder.

Ha llegado la hora de cambiar. Es el momento de aprender de errores actuales e históricos. Las soluciones son complejas pero posibles. Hoy sabemos que la democracia es la base y el camino para un desarrollo equitativo y que su carencia abre las puertas a la corrupción y a la injusticia. Que la libre iniciativa y la libertad de empresa es motor de progreso. Que el bienestar no es un derecho natural sino el resultado de un esfuerzo bien orientado. Que todo objetivo debe contemplar los recursos necesarios para obtenerlo.

Pero también hemos aprendido que deben ponerse normas. La desregulación en base a postulados neoliberales nos ha llevado a la crisis más severa desde 1929, algo que parece haberse olvidado. Una sociedad moderna y racional debe ser capaz de organizar su economía. En cualquier caso, la desregulación no puede ser coartada para el negocio de una minoría. Las normas existen desde siempre, fue la propia religión la que obligó al descanso semanal. El siglo XXI ha de ser capaz de diseñar vías de desarrollo social donde los distintos intereses tengan marcos para expresarse y para ello habrá que definir unas mínimas normas. Si la humanidad ha sido capaz del extraordinario progreso tecnológico que conocemos también lo ha de ser para encontrar modelos de desarrollo más eficientes en términos de bienestar.

Están surgiendo iniciativas diversas, algunas orientadas al reparto del trabajo, otras promueven modelos duales de carácter transitorio, pero todas ellas sin romper el vínculo laboral. Son quizá el embrión tentativo de las soluciones. Se trata de primar el objetivo de ofrecer a todos la realización personal mediante el trabajo, con la debida flexibilidad, libertad y respeto personal y sin abrir la puerta del abuso o de la injusticia. Es un sudoku complejo que debería resolverse idealmente en el marco global, pero este marco no puede ser argumento para impedir las soluciones. En cualquier caso, hay que ser conscientes de que los ajustes en el mercado laboral, que eviten el despilfarro del paro, solo podrán establecerse desde la cultura de la solidaridad.

Merece la pena abundar sobre lo obvio: si los millones de personas que se encuentran hoy en el paro estuvieran ofreciendo servicios o produciendo productos útiles hoy seríamos más ricos en bienestar, además de que millones de personas mejorarían su autoestima. Se trata de no despilfarrar y de no olvidar que el trabajo es un deber y un derecho.