Trias, a remolque

JORDI MARTÍ GRAU

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La vida urbana es cambio permanente y tratar de detener cualquier signo de transformación de la ciudad sería tan absurdo como tratar de detener la vida. Ante determinadas alteraciones, sin embargo, todos tenemos la sensación de que la ciudad pierde algo demasiado esencial. El progresivo y acelerado cierre de las tiendas históricas, especialmente del centro de Barcelona, se lleva algo más que una actividad comercial, en algunos casos centenaria: hace desaparecer los eslabones que tejen la memoria de la ciudad.

Vayamos por partes. Las causas de este fenómeno son dos: la finalización de la moratoria fijada por la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) sobre los alquileres antiguos, y las dinámicas económicas globales que provocan que las franquicias comerciales estén dispuestas a pagar precios astronómicos por los locales. En el plenario del pasado viernes, el alcalde trataba de ampliar las causas a cuestiones familiares y falta de descendientes que se hagan responsables de los negocios, un tipo de comercio incapaz de generar una mínima actividad económica actualmente. No alcalde, no. Estas son causas de que todo el mundo entiende y que provocan la lenta y progresiva transformación urbana. El fenómeno actual, por eso levanta tantas pasiones, es otra cosa. La Colmena, la Chocolatería Fargas, los Juguetes Monforte, el Palacio del Juguete o el colmado Quílez, entre otros, tienen asegurada la viabilidad económica; incluso habrían podido actualizar la renta hasta límites aceptables, pero lo que no pueden es competir con las grandes cadenas internacionales capaces de generar unas plusvalías astronómicas. Hay que decidir si dejamos que las especies más poderosas se coman a las más pequeñas. En el ecosistema comercial de la ciudad, esta es la disyuntiva.

Siempre salen las voces defensoras del mercado. Todo es una cuestión, nos dicen, de oferta y demanda y sería injusto que limitáramos las ganancias de un propietario que dispone de un local codiciado. No estoy de acuerdo. Que se hayan disparado de manera desorbitada los alquileres en las zonas centrales de Barcelona no es mérito de ningún propietario, sino de los éxitos de nuestra ciudad. No me parece de ninguna manera injusto plantear que los beneficios de los propietarios no vayan en contra del interés general de la ciudad. Y está claro que una zona central ocupada integralmente por franquicias comerciales empobrece el paisaje de la ciudad y extrae la memoria urbana.

La manera de responder a esta contradicción ha sido siempre la protección patrimonial. Los poderes públicos protegen determinados bienes, a preservar por su significado simbólico, por su capacidad de explicar la memoria y la historia de la ciudad. Esta es la manera de combatir la tendencia natural del mercado a la homogeneización de las ciudades. Hasta ahora se ha protegido mayoritariamente su patrimonio tangible, es decir, todo lo que se conserva físicamente. Sin embargo, hoy, el problema es otro. Fíjense en aquellas tiendas que han cambiado su actividad pero han mantenido la disposición y el mobiliario original. Uno tiene la sensación de estar en un decorado que ha perdido el sentido, por mucho que el mostrador y los escaparates sean antiguos: del local ha marchado el elemento esencial. Por eso, en las ciudades europeas más avanzadas hoy han extendido las políticas patrimoniales a la protección de la actividad. En París, por ejemplo, un café no puede convertirse en una tienda de camisetas coloreadas aunque conserven el mostrador, las mesas de mármol y la caja registradora. Y determinadas calles disponen de planes que protegen la actividad que les da identidad. Es urgente, en este sentido, hacer lo mismo en la calle de la Palla para los anticuarios o en la calle de Petritxol con las chocolaterías, a través de planes de usos.

Sabemos que no es suficiente conservar los edificios y el mobiliario: hay que tener cuidado de actividades con plusvalías económicas más modestas, pero definidoras del carácter de la ciudad. Son necesarios cambios legislativos para poder hacerlo, actuaciones decididas e ir deprisa. Lo que está en juego, sin duda, es demasiado valioso. El alcalde, como siempre, llega tarde; de esto se habla hace casi un año y no se ha hecho nada. La situación del bar Marsella, en pleno corazón del Raval, encendió las alarmas, tal como denuncié en un post en abril del año pasado. La solución en este caso, la compra de la finca por parte del Ayuntamiento, no es extrapolable. Hay que tomar decisiones, acordar cambios legislativos en el Parlament y arriesgarse incluso para evitar cierres concretos. En definitiva, hay que hacer de alcalde. Tras el Plenario del viernes me cuesta confiar en que Trias, un político plano, monótono y carente de energía, reaccione. Una vez más, sin embargo, me pongo a su disposición. Si no hace nada, como ha hecho hasta ahora, pronto sólo nos quedará la alternativa de la resistencia que algunos planteaban en una conversación informal con editores y escritores el día que la librería Documenta presentaba su plan de futuro: convocar tertulias literarias en las mesas del Mc Donalds que echó a la librería Catalonia.

Sea como sea, la ciudad debe resistir el embate de una ola económica global que, además de provocar desigualdad, se carga el espíritu barcelonés.

jordimartigrau.cat