Sobresalto en Mondragón

La crisis de la corporación vasca es también la del modelo cooperativo en la era de la globalización

ANTONI SERRA RAMONEDA

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Muchas han sido las propuestas de fórmulas organizativas de la actividad productiva cuyo objetivo era no dejar en manos del capital el poder de decisión y la apropiación de la totalidad del excedente con ella generado. Pero salvo en contados casos, todas ellas conocieron sonados fracasos, confirmando una y otra vez la tesis del venerable matrimonio Webb, pareja destacada del socialismo fabiano, de que una empresa de corte cooperativo o bien desaparece por ineficiente o bien, cuando es capaz de competir en el mercado, acaba inevitablemente por adoptar de facto el modelo capitalista que pretendía eliminar. La gran excepción a tan pesimista profecía ha sido, y aún es, la Corporación Mondragón, cuyo continuo y sostenido crecimiento desde su nacimiento a mediados del pasado siglo ha despertado admiración urbi et orbi. Muchos son los libros dirigidos a desentrañar las claves de su éxito.

Son mayoría quienes afirman que la primera de ellas fue la eliminación de todo atisbo de los efluvios utópicos que a menudo han impregnado los intentos cooperativistas, de forma que impuso exigentes condiciones a quienes aspiraban a incorporarse como socios. Evitar a toda costa el temido efecto del pasajero sin billete fue el principio prioritario de los encargados de proponer las reglas de funcionamiento del proyecto. Pero son muchos los investigadores que resaltan que mientras sus instalaciones productivas se mantuvieron confinadas en el estrecho valle del río Deva, la homogeneidad cultural, lingüística, ideológica y religiosa de los trabajadores asociados fue esencial para mantener el espíritu colaborador y la participación entusiasta en el proyecto. Era la época en que sus dirigentes presentaban así la corporación a la prensa extranjera: «No somos un paraíso sino más bien una familia de empresas cooperativas que lucha por construir una forma distinta de vida gracias a una manera diferente de trabajar».

La bola de nieve fue rodando imparable hasta llegar a cifras espectaculares. Los límites geográficos se rompieron en añicos. Con fábricas en más de 41 países, hoy una buena parte de los más de 80.000 trabajadores de la plantilla deben tener muy escasa idea de la ubicación de Mondragón y, desde luego, el nombre Arizmendiarrieta, el del sacerdote que puso en marcha el proyecto, no les dice absolutamente nada. De tal manera que se incorporaban al grupo no como socios cuya remuneración depende de los resultados conseguidos sino amparados bajo el contrato laboral típico de la empresa capitalista con un papel pasivo en las decisiones. Ante el dilema de sacrificar el crecimiento para mantener el espíritu fundacional -lo que comporta sentirse involucrado en un proyecto que busca algo más que un beneficio pecuniario- o bien incorporarse a la corriente globalizadora que exige un mercado de la mayor amplitud posible y expansión geográfica, Mondragón se inclinó por la segunda opción. Es una constatación, no una crítica. Es posible que de no haberlo hecho tampoco las consecuencias hubieran sido favorables. Pero no deja de ser significativo que las dos cooperativas que han entrado en crisis, Fagor y Eroski, sean las que probablemente más se han expandido fuera del territorio de origen y cuenten con mayor proporción de asalariados frente a socios cooperativistas.

Mondragón, tan admirada por quienes soñaban en la superación del modelo capitalista, ha entrado en crisis. Debe diseñar un nuevo esquema organizativo que evite la repetición del estropicio que dos de sus cooperativas han sufrido. Esperemos que acierten con una estrategia que permita garantizar la continuidad de las restantes con apenas menoscabo de los principios y valores que hacían admirable a la corporación. No es tarea fácil, pero tampoco imposible.

Es curioso. Las cajas de ahorros españolas eran también una isla dentro del panorama financiero mundial. Sin accionistas, parecían ser capaces de resistir a sus competidores, cuya propiedad, y los derechos de decisión que otorga, estaba perfectamente definida. Mientras se mantuvieron aferradas a su territorio de origen consiguieron un plus de competitividad que compensaba las ventajas de las economías de escala que a los bancos les daba su dimensión. Pequeñas pero activas, tenían una fiel y adicta clientela. Cuando quisieron emular a los bancos, muchas sufrieron un descalabro y las que superaron el trance se vieron obligadas a mudar el ropaje jurídico que era su rasgo de identidad por el de sus competidores de muy diferente corte.

La pregunta es si los aires globalizadores que imperan son compatibles con una diversidad institucional o si, definitivamente, toda la actividad económica deberá llevarse a cabo bajo un mismo modelo organizativo, el único que, dicen algunos, garantiza la eficiencia. A costa, eso sí, de otros valores.

Economista.