La salida de la crisis

La deriva de España

Algunos ya ven el nacimiento de una nueva clase obrera 'low cost' que nos equipará a China

XAVIER BRU DE SALA

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Cuando por fin se acabe la crisis, la sociedad española habrá bajado unos cuantos pisos en su nivel de bienestar y contará con unas muy escasas perspectivas de volverlos a subir. El paro tan solo podrá ser absorbido, y en parte, con la creación de puestos de trabajo mal remunerados y coberturas sociales a la baja. Al país que se prepara, algunos le llaman la pequeña China del sur de Europa. Otros detectan la formación de una clase trabajadora low cost, porque su nivel de ingresos tan solo le permitirá acceder a bienes y servicios de escasa calidad y bajo precio.

Los que habíamos soñado en un país que, culminados los deberes de la transición, se modernizaba y crecía para acercarse progresivamente a los de primer nivel quedaremos decepcionados, casi seguro para siempre jamás. La división de papeles ya ha sido establecida. Dentro de Europa, a España le corresponde ser un país de segunda, con algunas grandes empresas que no dejen mucho beneficio, una creciente industrialización, sobre todo de capital extranjero, que se beneficie de una legislación laboral cada vez más favorable a la patronal y de los incrementos de competitividad que proporcionan los bajos salarios. Para acabar de pagar AVE, aeropuertos inútiles y otros extras, los ingresos provenientes del turismo. La clase alta vivirá muy bien, y de manera especial los intermediarios y administradores locales de las multinacionales que se irán apoderando de los sectores clave. La clase media española se adelgazará a un ritmo mucho más elevado que en el resto del mundo capitalista.

Para mantener un país así, no hay que mejorar los índices de corrupción ni el sistema de partidos ni el escaso pluralismo de los medios de comunicación de Madrid. El descrédito permanente, no ya de la casta política, sino de las propias instituciones del Estado es también una garantía de conformismo interior, para los que prevén que España será un país de segunda durante decenios. Si aumenta la presencia de la extrema derecha política, más posibilitado de debates desviados y apasionados que entretengan el personal y destruyan las ya escasísimas posibilidades transformadoras de la izquierda y los sindicatos. En vez de plantear una alternativa global para invertir en capital humano y en investigación productiva, como los países adelantados en bienestar y equidad, la izquierda y los sindicatos españoles operan sobre el espejismo de un imposible regreso a la situación anterior a la crisis y defienden derechos y conquistas sociales tan legítimos como de imposible financiación en este presente que sufrimos y el futuro que nos espera.

En contraste, y como ya empiezan a demostrar las estadísticas, las diferencias entre ricos y no ricos aumentan de manera exponencial. Está claro que la pobreza, los excluidos, son el más indignante e indigerible de los problemas, pero la reabsorción de buena parte de toda esta masa de parados forzosos se producirá al precio de bajar más y más los salarios medios y bajos. Y elevar los altos, naturalmente. Se ve en todas partes. En las universidades, donde los jóvenes docentes y los investigadores trabajan por remuneraciones de escándalo. Se ve en las multinacionales que amplían plantilla a cambio de precarizar a los nuevos empleados. Se ve sobre todo en las recomendaciones del FMI que empujan España para que equipare los buenos contratos indefinidos a los nuevos contratos basura.

Nadie con capacidad de ser escuchado, ni el PSOE, ni los medios, defiende el único camino para llegar a ser un país de primera: sacrificar todo lo que convenga para invertir en la prioridad absoluta, que es el reconocimiento y protección de la excelencia y la innovación productivas, la inversión en capital humano y la preparación más exigente de las nuevas generaciones, unidas a la moralización de la vida pública. Sabemos cómo lo han hecho los países líderes, disponemos de modelos. La simple adaptación de un paquete legislativo sobre los partidos y la corrupción inspirado en los países nórdicos dejaría medio resuelto el primer capítulo de la regeneración.

No pasará nada de de ello sino al contrario. Las nuevas derechas populistas y sus corifeos mediáticos levantan las banderas de la corrupción, el terrorismo, y el desafío soberanista para imponerse, o cuanto menos empujar el PP hacia posiciones todavía más derechistas y cerradas. Del mismo modo que en Catalunya no es posible separar el soberanismo de la aspiración al bienestar y la justicia social, en España el antisoberanismo es la mejor de las excusas para consolidar sin oposición audible un autoritarismo que favorece el camino de las crecientes desigualdades.