Siria y nuestra memoria

Miquel Carrillo

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El invierno del 39 fue terriblemente frío. No sabemos cómo, pero el tío Clemente, militante anarquista en su pueblo en Granada, pudo atravesar las líneas enemigas y consiguió llegar a Barcelona, casi terminada la guerra. Luego, alguien le llevó, junto con otras personas, hasta la frontera con Francia, siguiendo las rutas por donde el ejército republicano y media España escapaban al exilio. Es probable que usara alguno de aquellos pasos de contrabandistas entre las montañas que luego sirvieron a los fugitivos europeos para huir a España durante la Segunda Guerra Mundial. El caso es que en su relato, había un momento entre trágico y cómico: una vez arriba del puerto, ante sus ojos se abrió un mar de montañas nevadas, en un día claro de enero. Quedarse en un lado era una condena segura, quizás a muerte, pero pasar al otro lado tampoco ofrecía ninguna garantía, ni siquiera de llegar con vida a ninguna parte, caminando prácticamente descalzos por unos Pirineos helados.

Refugiados

Decidieron sentarse sobre sus chaquetas, como si fueran trineos, y deslizarse montaña abajo, sin otra orientación que huir del horror que ya habían tenido ocasión de ver y sufrir. Como muchos otros republicanos, él y sus compañeros acabaron confinados en los campos de refugiados que las autoridades francesas improvisaron en algunos pueblos de la Catalunya Norte. Clemente y el resto no esperaban una alfombra roja, pero tampoco la vergonzosa acogida que la muy antifascista 'République' les preparó. Bueno, de hecho, no prepararon nada más que el alambre y la vigilancia militar, y miles de personas tuvieron que estar a la intemperie durante aquel invierno en las playas de Argelès, Saint Cyprien o Ribesaltes, soportando el hambre y la tramuntana. Muchos años después todavía recordaba, sentado en el patio de su casa en Granada y rodeado de niños que le escuchábamos, cómo en una ocasión entró un caballo por la puerta del campo y no llegó vivo al otro extremo.

Durante muchos años nos hemos quejado de la respuesta mezquina que Francia dio ante la emergencia humanitaria que la Guerra Civil española supuso. Una cosa era la no intervención en un conflicto ajeno, y la otra el castigo que impuso, por negligencia, a las más de 400.000 personas que cruzaron la frontera por el Norte, buscando el amparo de una de las democracias más consolidadas del continente. Estos días estamos viendo, salvando las distancias, una situación similar con Siria, donde ya son 2,3 millones de personas las que han huido a los países vecinos. Para añadir dramatismo, la mitad de estos refugiados son niños, que ahora malviven en campamentos sin agua ni saneamiento, donde hace unas semanas ha llegado aquella nieve que Clemente veía desde aquel alto. Supongo que se pueden imaginar lo que es pasar el invierno en las montañas turcas bajo un trozo de plástico.

Conferencia de Ginebra 2

La respuesta de ese país que veía cómo su gente recibía una segunda humillación en las playas del Rosselló es acoger a treinta de estos refugiados. Han leído bien: 30 personas de entre 2,3 millones, y como siempre, la excusa es la crisis, como si JordaniaEgipto o el resto de países que les están acogiendo, tuvieran menos dificultades que nosotros. Así se mide nuestra solidaridad, esa será nuestra oferta esta semana en Ginebra 2, la conferencia de paz sobre Siria. Como en nuestro conflicto bélico, puede resultar confuso para un observador externo (o más cómodo) saber qué bando es menos malo que el otro, pero es evidente quiénes son las víctimas de una situación que sobrepasa con creces todo lo que habíamos visto hasta ahora. Mucho más que el conflicto de los Grandes Lagos, y así nos lo confesaba un observador directo de ambas tragedias en una conferencia en Barcelona, Marc Marginedas, semanas antes de que fuera secuestrado en Siria. Mientras la alta diplomacia hace sus cálculos para decidir quiénes son los culpables, las víctimas siguen allí, mirándonos.

Estos días hemos vivido la polémica en Catalunya sobre si dejar entrar y tratar o no las armas químicas del régimen de al-Asad en Tarragona. Quien parece seguro que no entrará en nuestro país serán los refugiados: seguimos sin ver ninguna iniciativa o respuesta oficial con un mínimo sentido de la dignidad y de la vergüenza hacia los damnificados de este conflicto. Un buen amigo me comentaba hace poco que prepara una iniciativa para poner en contacto a la gente que ha quedado atrapada dentro del país y que necesita transmitir su situación al resto del mundo. Comunicarse y oír la voz de alguien que escucha y se interesa por ti desde algún lugar, fíjense qué manera tan fácil de dar un poco de calor en este duro invierno sirio.

Sociedad civil

Me temo que de nuevo será la sociedad civil quien haga algo al respecto. Se lo debemos a todas aquellas personas que estaban sentados en la arena de Argelès y no se explicaban cómo el mundo les había dado la espalda. A todos aquellos que seguro que pensaban que ellos nunca hubieran dejado de dar la mano a personas en su estado y que nunca olvidarían ese momento, tan amargo, para actuar en consecuencia. Ellos o sus descendientes, tan lejos como llegue su relato y nuestra memoria.