El partidismo en España

La digestión de las buenas noticias

El Gobierno exagera los datos positivos porque le favorecen y la oposición comete el error de negarlos

FRANCISCO LONGO

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Hacía tiempo que no empezábamos un año con buenas noticias. El primer fin de semana del 2014 nos saludó con una reducción récord del paro registrado en diciembre y un descenso del diferencial con el bono alemán que sitúa la prima de riesgo, por vez primera en casi tres años, por debajo de 200 puntos. Más allá de la valoración que quepa otorgar a estos hechos, el tratamiento que han recibido en la esfera pública mueve a la reflexión.

El Gobierno y su entorno empaquetaron ambas noticias cual rutilante regalo de Reyes, con el aire jactancioso de quien no duda en atribuirlas a su buena gestión. Para Rajoy, que parece vincular su futuro electoral al manido «es la economía, estúpidos», son hechos que permiten centrar la atención en lo que importa y no en algarabías territoriales, episodios judiciales, desavenencias domésticas a cuenta de la ley del aborto o patinazos regulatorios en el sector eléctrico. Por otra parte, ¿qué Gobierno -cualquiera que fuese su color- se resistiría a ponerse medallas cuando atisba un rayito de luz en una noche tan oscura? Como era también previsible, la oposición ha relativizado los datos, atribuyéndolos a factores incidentales o exógenos, minimizando su alcance, destacando sus insuficiencias y augurando tales o cuales nubarrones sobre el proceso de recuperación.

Malo es, desde luego, el triunfalismo del Gobierno, que simplifica el significado de los hechos y se atribuye, ahora que le interesa, una responsabilidad que rechaza o evade cuando los datos no acompañan. Puede aducirse que hay razones de política económica para el optimismo y que restablecer la confianza de los agentes económicos es un requisito para la recuperación. Sin embargo, los excesos (recuérdese a Montoro hablando de «asombrar al mundo») pueden crear el efecto contrario. Y, lo que es peor, inducir erróneamente a los ciudadanos a creer superada la crisis, cuando quedan reformas importantes por hacer y -como diría el experto en liderazgo de Harvard Ronald Heifetz- un duro trabajo adaptativo pendiente para la sociedad española.

La reacción de la oposición y sus medios afines no merece una valoración mucho mejor. Es verdad que hay argumentos para matizar el alcance de los datos, pero no es razonable desconocer lo que tienen de evolución favorable. La reiterada obsesión por echar agua al vino de las buenas noticias revela en quienes la exhiben un talante cenizo y cicatero. El militante parece disociarse del ciudadano y actuar como si aquello que pudiera esperanzar a la gente hubiera de ser oscurecido y minimizado a toda costa, no fuera a favorecer indebidamente al Gobierno.

En un excelente libro, La democracia y sus contrarios, sostiene Andrea Greppi que la calidad de las democracias actuales depende, sobre todo, de la racionalización del entorno discursivo en el que se forman la opinión y la voluntad de los ciudadanos. Es un buen marco de análisis para constatar cómo, en paralelo a la recesión, otra crisis ha ido erosionando la calidad de nuestra democracia y lo ha hecho, en buena medida, dañando las condiciones de ese entorno donde se construyen juicios, expectativas y preferencias.  Algún día, cuando se escriba la historia de este tiempo, se contará hasta qué punto una dialéctica de confrontación viscosa y banal se fue adueñando en España de la deliberación pública, volviéndola a la vez previsible e improductiva.

Como quien sigue el guión de un juego de rol, protagonistas, secundarios, figurantes o simples compañeros de viaje de la política se han acostumbrado a actuar de un modo preestablecido. Quienes gobiernan o simpatizan con ellos, dedicándose a denostar la gestión anterior, invocar la mala herencia recibida y exagerar las buenas nuevas tanto como sea necesario. Quienes deambulan extramuros de la fortaleza gubernamental, a ensombrecer en lo posible la realidad, evitar todo reconocimiento de la acción del Gobierno y relativizar lo que pueda abonar el optimismo y la esperanza de sus compatriotas. Unos y otros, bien secundados por ese periodismo de cruzada que, confundiendo información y opinión, se va expandiendo más y más.

No puede extrañar que, en este contexto, los ciudadanos, que llevan años dolorosamente atentos a la evolución de la crisis, de la economía, de las empresas, del consumo, del empleo, se distancien y desconfíen de aquellos que, amplificando los rasgos buenos o malos del entorno -según les toque en cada caso-, se ocupan de llevar  el agua a su molino político. Paradójicamente, la dificultad que evidencia nuestra esfera pública para digerir y metabolizar de forma sana las buenas noticias es uno de los peores síntomas de lo que nos pasa.