La legislación del PP

La deriva autoritaria

Hay un deliberado objetivo de control preventivo que está en las antípodas de nuestra Constitución

MARC CARRILLO

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Madrid: una manifestación reciente y poco numerosa cerca de la sede del Congreso de los Diputados contra las medidas anticrisis que afectan cada vez más a la vida de las personas. Despliegue espectacular de antidisturbios con helicópteros sobrevolando la zona y bloqueo de las calles adyacentes con vallas y amplia dotación de agentes, que obligaban a los residentes y transeúntes a identificarse ante la policía para acceder a su domicilio o pasar de una calle a otra. Conclusión: por causa de una manifestación que se producía en un día en el que no había sesión parlamentaria, la libertad de circulación (artículo 19 de la Constitución) era constreñida cuando no impedida, con unas medidas de seguridad desproporcionadas. Unas medidas que, por lo aparatoso de la logística empleada, más bien perseguían imbuir a la población de un efecto disuasorio y coactivo, respecto del ejercicio del derecho de manifestación.

A LA LUZ DE las iniciativas legislativas que se anuncian, no viene mal recordar lo que en otro tiempo estableció sobre el derecho de manifestación la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, aquella antigua joya de la corona del sistema democrático español, hoy tan desacreditado desde fuera y desde dentro. Se trata de una «manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria de personas» y de un «cauce del principio democrático participativo» (STC 195/2003, FJ 3). En este sentido, es preciso subrayar que la democracia representativa a través de las elecciones -aun siendo esta la vía principal- no agota la participación de los ciudadanos, ni excluye otras formas de participación en los asuntos públicos. Por ello, no es en absoluto banal que sobre el derecho de manifestación el tribunal subraye en la citada resolución: «Para muchos grupos sociales este derecho es, en la práctica, uno de los pocos medios de los que disponen para poder expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones». También el Tribunal Europeo de Derechos Humanos insiste en que «la protección de las opiniones y de la libertad de expresarlas constituye uno de los objetivos de la libertad de reunión» (caso Stankov, sentencia de 13 de febrero del 2003, &85). Sobre todo en un país en el que la crisis está teniendo un efecto demoledor sobre la libertad y igualdad de las personas; con un galopante incremento de la corrupción en las diversas esferas públicas y privadas; y, en fin, con un desprestigio creciente de sus instituciones representativas. Todas estas situaciones justifican la indignación y la justificada protesta de la ciudadanía, que no puede permanecer impasible ante sus derechos continuamente pisoteados.

A este respecto, es obvio que el derecho de manifestación que se expresa en la calle suele comportar una molestia colectiva que el resto de ciudadanos no pueden dejar de asumir. Por eso, el límite del orden público al que se refiere la Constitución solo permite la prohibición de manifestaciones cuando existan razones fundadas que desvelen un riesgo para la seguridad ciudadana. Cuando la Constitución (artículo 21) reconoce el derecho de reunión y de manifestación, precisa que «en los casos de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones se dará comunicación previa a la autoridad que solo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes». Esta comunicación no significa una petición de autorización previa a la autoridad administrativa. Solo es así en formas autoritarias de gobierno, en las que el único ejercicio de derechos que pueden tolerar es el sometido a un control preventivo. La Constitución está en las antípodas de esta concepción.

POR EL CONTRARIO, los hechos relatados de Madrid apuntan a una concepción autoritaria del orden público. También otros recientes, acaecidos en la misma capital con ocasión de la comparecencia ante la Audiencia Nacional, de dos connotados torturadores de la dictadura franquista, a causa del proceso de extradición iniciado en Argentina por la juez Servini. Estos dos miserables -González Pacheco y Muñecas- salieron a toda prisa de la sede del tribunal embozados para ocultar su faz, como dos cobardes que lo fueron y son, para acceder a sendos coches con la deferente actitud de un policía de paisano que les abrió la puerta del automóvil. Mientras tanto, unos manifestantes eran alejados del lugar por la policía al tiempo de ser apercibidos por los agentes con una sanción de 600 euros, por concentración ilegal y desobediencia. A parte de la indignidad democrática y desvergüenza institucional, estos hechos muestran un deliberado objetivo de control preventivo más propio de una deriva autoritaria a la que este país se encamina.