La gestión del Gobierno

Vodafone Sol y otras menudencias

Es difícil no sentirse defraudado ante la erosión de los valores cívicos y éticos fomentados por el PP

IAN GIBSON

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¿El lector se sorprendería si, al recalar en Londres, descubriese que la estación de metro más célebre de la metrópoli ya no se llamaba como antes sino Vodafone Picadilly Circus? ¿A que sí? ¿Y que lo consideraría un ultraje con el cual los ingleses estarían demostrando haber perdido todo autorrespeto? Una vez más España es diferente y quienes ahora dirigen los destinos de Madrid han parido el esperpento de Vodafone Sol. No se trata solo de los ofensivos rótulos nuevos que jalonan pasillos y andenes sino de la machacona voz femenina que, resonando en metro y cercanías, le informa al viajero de que la próxima parada se designa así.

TRATÁNDOSE DE la plaza más legendaria del país, mítico escenario de decisivos momentos históricos, cualquiera habría podido cometer la ingenuidad de creer que sería intocable. Pero no. Está claro que los susodichos mandatarios -y ya saben ustedes a qué partido político pertenecen- están dispuestos a vender hasta el nombre del afamado epicentro de su ciudad si la operación resulta comercialmente beneficiosa.

Quizá lo peor, a modo de indicio de hasta dónde hemos caído, es que, ante tamaño insulto vodofónico, casi nadie rechista, reacciona o se moviliza. Y es que hay poco civismo en Madrid.

Antes de la huelga que hace poco llenó sus calles de montones de basura, la capital, como siempre, tenía un aspecto sucio y descuidado. Y ahora, después de la misma, lo sigue teniendo. Ello por la desidia de sus habitantes. Y es que a los parroquianos de aquí les importa muy poco contribuir a la limpieza de la vía pública. O sea, de su vía pública. Lo habitual es tirar colillas, chicle y papeles a la acera, así como antes (hoy ya no tanto) se arrojaban las cáscaras de gamba al suelo de bares y tabernas. Es un tic madrileño inveterado, observable en cualquier momento del día o de la noche. Hace más de 40 años Pedro Laín Entralgo apuntó que nunca había visto a un madrileño recoger un papel y meterlo en una papelera, ¡ni delante de su propia casa! Yo tampoco. Recogerlos es para el portero... o el barrendero. Y ahora que nuestros neofranquistas han suprimido la asignatura de Ciudadanía, despreciando el propósito de «civilizar» a los niños, la cosa irá seguramente a peor (de tal padre tal astilla). Viendo la condición de las calles de la capital -y de las bocas del metro- en las semanas anteriores a la rotunda negativa del Comité Olímpico Internacional, uno se preguntaba cómo podían los madrileños creer que iban a cosechar el deseado triunfo con una villa y corte tan maltratada por sus propios inquilinos, capaces de sentirse a gusto en terrazas sembradas de desperdicios.

Tampoco ha habido todavía, que yo sepa, manifestaciones de los madrileños contra la conculcación de la ley de memoria histórica que significa la supervivencia en la ciudad de numerosos símbolos y nombres de calle del régimen anterior. De la orden de 165, según un reciente cómputo. Quiero creer que no queda ni uno, o apenas, en Barcelona.

Por cierto, de todos los insultos recientes a las víctimas del franquismo el más vil ha sido, sin duda, el emitido por Rafael Hernando Fraile, diputado del PP por Almería y portavoz adjunto del partido en el Congreso. Para este señor, los familiares de tales víctimas «se han acordado de sus padres por dinero, cuando supieron que había subvenciones para encontrarlos». En cualquier país democrático, como ha dicho Manuel Rivas, la carrera política de Herrera habría terminado ya. Pero aquí no. ¡Son cosas de Herrera, como antes eran cosas de Camilo José Cela, a quien se le permitía todo, aunque fueran obscenidades!

POR ESTOS andurriales mesetarios un hombre público puede pronunciar la barbaridad más brutal que quiera, incluso en el hemiciclo, y no pasa absolutamente nada. Es sintomático el caso de nuestra alcaldesa, Ana Botella, cuyas comparecencias están adquiriendo un tono cada día más estridente, desquiciado y despectivo con la oposición (casi es visible la segregación de desdén). Su afirmación reciente, con las facciones crispadas, de que las aportaciones de la reforma laboral «son lo que más progreso ha traído a la historia de la humanidad» es un buen ejemplo. Menos mal que El Intermedio se encarga de tenernos al corriente de sus exabruptos y desvaríos, porque, como es evidente, no vamos a poder ver nada de ellos en la televisión «pública».

Ante la erosión de los valores cívicos, éticos y culturales fomentada por este Gobierno es difícil no sentirse amargamente defraudado. Defraudado en lo más íntimo de uno mismo y defraudado contemplando los estragos que todo ello está produciendo en la imagen exterior de España.