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JORDI PUNTÍ

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En los créditos de La gran belleza, la película de Paolo Sorrentino, se puede leer: «El libro La máquina humana, de Jep Gambardella, debe considerarse como parte de la historia del filme y no se ha publicado nunca». Es una aclaración útil, porque cuando uno sale del cine, tiene ganas de buscar el libro. Jep Gambardella es el protagonista de la historia, un escritor del no que podría salir en Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas. Hace 40 años publicó una novela de éxito, La máquina humana, y desde entonces no ha vuelto a la ficción. Le vemos hacer entrevistas incisivas, comer risotto recalentado (porque es mejor) con la directora de su periódico y su única disciplina es salir cada noche y beber hasta que se aturrulla (entonces vuelve a su acento napolitano).

La espléndida película de Sorrentino puede entenderse como un catálogo de las razones por las que Gambardella no ha vuelto a escribir. El decorado de fondo es la vida cultural de Roma, con una alta sociedad decadente, que adora las imposturas y baila al ritmo de Rafaella Carrà versionada por el DJ de moda. Gambardella fuma y se pasea con las manos en la espalda, con la calma de quien observa desde fuera y al mismo tiempo sabe que es un elemento central. Su privilegio es decir las cosas por su nombre y que los demás le hagan caso. Roma, hoy, comprendemos, son piedras y bótox, una combinación que no favorece precisamente a la creatividad. Cuando le preguntan si escribirá otra novela, Jep Gambardella dice: «Mira esos rostros. Esta ciudad, esta gente. Esta es mi vida: la nada. Flaubert quería escribir un libro sobre la nada y no lo consiguió. ¿Crees que yo lo conseguiría?».

A través de Gambardella, de sus amigos y de un amor de última hora, Sorrentino hace un retrato maravilloso de Roma. Con aires de Fellini, construye escenas fantásticas, hilarantes y ridículas, como esa jirafa dentro del Coliseo o como el cardenal que solo sabe hablar de recetas de cocina. Mientras veía la película pensé, y esto es un elogio: «Ojalá no termine nunca».