La marea de fondo de Pakistán

EVA PERUGA

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El fallecimiento de Mandela ha abierto un breve paréntesis para hablar de los liderazgos. Breve. Cuando un líder emerge algo se cuece en su sociedad y normalmente cuando este gira la cabeza hacia atrás tiene a quien mirar porque su liderazgo es moral. Así sucede con  Malala Yousafzai, la fuerza de cuyo liderazgo radica en la esperanza de que este impulse la educación en Pakistán mientras visibiliza la corriente de fondo que cada vez arrastra a más niñas y mujeres hacia su independencia.

Muchas son las que se declaran dispuestas a defender su educación, poniendo su vida como precio, en un país en el que 25 millones de menores no van a la escuela, un 61% niñas. Las barreras a la enseñanza, llevadas al delirio por los talibanes que atentaron contra Malala, incluyen la hostilidad al avance de las féminas hacia su autonomía e incorporación al mundo laboral. Ante un futuro sombrío, en el que al menos 60 millones de menores de las nuevas generaciones crecerán con madres analfabetas, una cuña de baja presión intenta revertirlo. No es porque sí que la inversión general en educación está bajo cero.

Por el hilo se saca el ovillo. La asertiva conducta de Malala, su disposición a plantarse ante la desigualdad -vivida por la mayoría de las paquistanís y de forma radical- forma parte de un proceso de muchas jóvenes. La imposición de los matrimonios acordados por las familias ya no es incuestionable. Muchas jóvenes rompen con sus familias para emprender una vida alternativa a la pensada por la tradición. Cuando las mujeres hacen valer sus derechos desafían una de las instituciones más poderosas de Pakistán, la familia

patriarcal. No deja de ser el núcleo de todo lo demás. Y, como resulta común, en la evolución de las relaciones familiares se encuentran ellas.

El círculo opresor llega incluso a recurrir a los tribunales para, por ejemplo, denunciar por secuestro a los maridos elegidos libremente por las chicas. Cuando los matrimonios arreglados siguen siendo la norma, la violencia persigue a las personas que la desafían.  Los crímenes de honor persisten con la idea de que la víctima ha traído deshonor a la familia o la comunidad. Y este lenguaje pergeña aún la realidad.

Hollywood premió en el 2012 una película con una misión: denunciar una de las formas de violencia machista. Saving face, de Daniel Junge, relata la lucha del cirujano plástico Muhammad Hawad por perfeccionar la cirugía reconstructiva para dar esperanza a las mujeres agredidas con ácido, en la mayorías de los casos por negarse a contraer matrimonio u obedecer a sus maridos. El eco mediático movió un poco la conciencia de algunos políticos pakistanís del Punjab, una de las regiones más sacudidas por estas agresiones. Pero Acid Survivors Foundation tiene los pies en el suelo y agita sin cesar que los casos denunciados son mínimos -constan unos 150 anuales-, que las mujeres agredidas no tienen derecho a curas médicas y que la sociedad  se acomoda en el «algo habrán hecho» para purgar esta salvajada.

Exhibir la película en Pakistán, un problema. Pasa lo mismo con todas las situaciones de desigualdad: la oscuridad es donde mejor se mueve. Pero si estas niñas, jóvenes y adultas arriesgan sus vidas por recuperar la dignidad, publicitar los gestos de todas las Malala dentro y fuera del país es una obligación. Aprovechar ese impulso colectivo para reclamar, de entrada, el fin de la violencia impune contra ellas. Una acción sostenida en el tiempo y firme, más allá de los cuatro flases de un día de premios. En Pakistán algo se mueve.