La aplicación de las leyes

¿Qué le pasa a nuestra justicia?

Tenemos un modelo estático y poco sensible a la modernidad, pero aleatorio como el anglosajón

CARLES RAMIÓ

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Hago estas reflexiones como ciudadano relativamente informado pero lego en los temas judiciales. La seguridad jurídica es la base más fundamental de una sociedad y sin ella todo se derrumba. Tengo la visión simplista de que en el mundo hay dos grandes modelos jurídicos: el anglosajón y el continental europeo. El anglosajón lo conocemos de forma algo distorsionada pero bastante veraz por películas americanas y por novelas a lo Grisham. Es un sistema que se basa en pocas normas básicas y que se va actualizando por la más diversa jurisprudencia. Es un modelo dinámico en el que una sentencia depende en gran parte de la inteligencia y sensibilidad del juez, de las destrezas de abogados y fiscales y todo ello filtrado por lo aleatorio de un jurado popular. Se trata de una justicia que puede ser flexible, social y moderna pero también retrógrada, caprichosa y poco equitativa. Muchas sentencias tienen un suspense previo y esto es difícil de comprender ya que la justicia debería ser casi siempre muy previsible por la ley y por el sentido común.

POR ESTO siempre me he sentido más cómodo con el otro modelo, que es el nuestro, en que la ley es más detallista y en el que aparentemente jueces, abogados y fiscales tienen menos discrecionalidad y son como meras piezas del engranaje de una fábrica de sentencias. Menos flexible y apegado a la modernidad pero más previsible y, por lo tanto, más objetivo.

Pero la realidad desmiente día a día esta impresión. Tenemos un modelo de justicia estático y poco sensible a la modernidad (las leyes van muy por detrás de una realidad galopante), pero igual de discrecional y aleatorio que el anglosajón. Me impresiona que, cuando uno va a un juicio, la primera pregunta que le hacen los del entorno de la justicia es: ¿qué juez te ha tocado?, y que este azar determine un resultado o justo el contrario. También me desconciertan sentencias tan variadas sobre un mismo supuesto. Un presunto modelo neutral como una fábrica de hacer tornillos se torna en un sistema muy discrecional y subjetivo que también depende de la inteligencia, ideología y sensibilidad del juez. La pregunta es: ¿dónde falla nuestro sistema? La respuesta es que seleccionamos y formamos a los jueces como máquinas (oposiciones memorísticas y elitistas, muchos años de preparación y «mata juventudes», como diría Prat de la Riba, y una formación de entrada excesivamente formalista) para que al final actúen sencillamente como personas. No medimos su inteligencia emocional, su capacidad para ser lo más neutrales posible ni para saber leer los cambios sociales y políticos.

En descargo de los diversos actores de la justicia, hay que decir que en este país les imprimimos una presión especial, excesiva e injusta. Por una parte la política de partidos es de siempre (ahora más que nunca) incapaz de llegar a acuerdos de mínimos y, en cambio, tiene la tendencia a multiplicar conflictos que externalizan sin complejos al ámbito judicial. No es función de los jueces hacer de árbitros políticos todos los días y, por lo tanto, sujetos a una presión mediática insoportable. Y como los partidos políticos son muy conscientes de esta externalización de sus funciones colonizan sin disimulo a un colectivo que no puede resistirse a tan poderoso poder. La sociedad y sus instituciones públicas también han renunciado a sus funciones de conciliación y mediación y adoptan con entusiasmo la lógica de externalizar problemas cada vez más banales pero sensibles socialmente a los jueces.

ESTAS PATOLOGÍAS de nuestro sistema político y social no absuelven a la justicia de sus propios errores. Dos ejemplos muy dispares en el marco de un espectro muy amplio. El primero, las recientes sentencias contra el catalán en la educación formal, que son de una falta de inteligencia y sensibilidad política y social abrumadora. Son sentencias elaboradas desde el más absoluto desconocimiento de una concreta realidad social y territorial y, además, filtradas por una determinada ideología y, por lo tanto, son sentencias injustas.

El segundo ejemplo son las reiteradas sentencias de divorcio de cónyuges con hijos que son claramente asimétricas por razón de género. En este caso la mayoría de los jueces imparten una mala justicia ya que está preñada de una excesiva, superficial y anticuada sensibilidad social con una total falta de sintonía con la realidad familiar y económica actual. Tenemos que cambiar el rumbo y lograr jueces con más inteligencia no solo jurídica sino también emocional, social e ideológica para que sepan interpretar la realidad. Si no tienen estos atributos se refugian en clichés caducos y en tribus corporativas de carácter ideológico.