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El pupitre de Camus

BEATRIZ DE MOURA

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Hace muchos años quiso el azar que conociera a la hija de Albert Camus. Este primer encuentro se convirtió con el tiempo en una amistad que nada tuvo ya que ver con mi incombustible admiración por la obra inmensa de su padre. Pero sí tuvo que ver con el pupitre de Albert Camus. Al visitar por primera vez la casa de pueblo, estrecha y alta, que él se comprara en la Provenza con el dinero del Premio Nobel, Catherine dejó que yo la visitara a mi gusto, y con devoción. Ya entrada la tarde de mi llegada, le pregunté qué había en una especie de sótano cuya puerta había encontrado cerrada, la única cerrada en toda la casa. Me dijo: «Ah, es el taller de Robert», su marido en aquel entonces.

Pasé con Catherine unos días luminosos de primavera, impregnados del olor a lavanda, hablando de todo menos de su padre, aunque sí de Argelia, donde el azar de la vida diplomática de mi padre me había llevado de niña. A la mañana siguiente, encontré abierta la puerta del sótano, y allí estaba el pupitre de patas altas: el pupitre en que Camus escribiera esa obra suya que había dado sentido a mi adolescencia -y al resto de mi vida. Me situé ante él como ante un altar, mientras a mi espalda la risa de Catherine me devolvió a mi ridícula realidad. Entonces le conté cómo, ya de joven adulta llena de dudas, le había entregado a un carpintero la foto de Camus ante su pupitre para que me hiciera a mí una igual. El situarme en la misma posición que el maestro, que siempre escribía de pie, no me sacó en aquel entonces de apuros, pero sí me ayudó a comprender que, de pie y de frente a cualquier desafío, el ser humano reacciona mejor ante su fragilidad.

Los maestros tienen eso: no te cambian la vida ni te la tuercen, pero sí te orientan cuando te pierdes ante desvaríos propios y ajenos. De este tipo de cosas seguimos la hija de Camus y yo hablando hasta altas horas de la noche durante aquel largo fin de semana, lleno de risas.