#ouyeah

Felicidades

RISTO MEJIDE

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Cada año arranco diciembre una cifra más lejos de lo que pone en mi DNI. Cumplir un 29 de noviembre te hace tener amigos casi siempre mayores que tú, esperar muy poco o casi nada de los regalos de navidad, tardar hasta enero en responder correctamente cuando alguien te pregunta la edad y aguantar las tonterías que año tras año se dicen sobre los sagitario. Por lo visto, somos imaginativos, arriesgados, impetuosos, nobles y un tanto egocéntricos. Nada, ni puñetera idea. En realidad, mamá, queremos ser artistas y perdemos unicornios azules día sí, día también.

Sin embargo, como en todos los cumpleaños de cualquier mortal, durante ese día tan como cualquier otro, la frase que más te llega no es cómo te sientes, ni cada cuánto te aman, ni siquiera cómo te lo has montado para llegar con vida hasta aquí. La palabra que más escuchas no es otra que felicidades. Así, en plural. Como si no bastase con una, la gente que te quiere intenta desearte muchas. Y tú encima te ves obligado a darles las gracias.

Si lo piensas bien, deberías pedirles que especificaran. Porque si te desean muchas y no mucha, eso significa que existen varios tipos de felicidad. A bote pronto a mí me salen, como mínimo, cuatro.

Para empezar, está la felicidad del que no da para más. Es la felicidad del iluso, del idiota, del inconsciente, la del lirio en la mano del inocente inocente. Es la felicidad que carece de tanta maldad como de información. Es la felicidad del que ni sabe ni, por más que se esfuerce, jamás sabrá. El que no se inquieta porque no puede. El que no se plantea porque no tiene con qué. Benditos, envidia me dan. Eso cuando no me siento uno de ellos, claro.

Después está la felicidad del que ya le está bien. Es la felicidad del conformista. La del ir tirando. La del no nos podemos quejar, la del que vive en un eterno día de verano. Son los felices que mi abuela llamaba felicianos. Y así no se puede ir por la vida, solía rematar. Son todos aquellos que, por más que te esfuerces, jamás cambiarán. Y desde luego, nunca esperes que gracias a ellos, las cosas cambien. Lo cual me lleva al cambio como fuente de infelicidad. Pero eso daría para otro artículo.

A continuación está la felicidad postiza. Es una felicidad impostada, de sonrisa de boda, de político en campaña, de cara a la galería, más de quita quita que de pon pon. Es la que hemos consumido desde pequeñitos, la que Disney nos ha contado que hay que perseguir en esta rueda del hámster que son los anuncios publicitarios, las películas americanas y novelas del todo a sien. Es la felicidad sin pedos ni señales, sin mocos ni cuñados que ganen más que tú. Es la felicidad que caduca a los 90 minutos, y que no resiste ya no una mudanza o un hijo, sino la triste secuela de un domingo por la tarde.

Y por último, si tuviéramos que redondear esta feliz lista, estaría la felicidad que es resultado de una decisión. Es la más difícil, pues no depende de nadie más que de quien la padece. La que hay que recordarse a uno mismo todos los días. No es la felicidad del que más tiene, sino la del que menos necesita. Tampoco es la felicidad del que más recibe, sino la del que más da. Es la felicidad del que ama sin remitente. La del que ha decidido sentir sin cobro revertido.

La felicidad del inconsciente no se puede recomendar, pues como hemos visto, no depende de nuestra propia voluntad. Para practicar la felicidad conformista tendría que empezarse por cambiar algo, cosa incompatible con un ser feliciano. La postiza no queda nunca creíble si no viene acompañada de un presupuesto de varios millones, guion bien pedorro, una Julia Roberts cualquiera y directo a DVD. Y la felicidad decidida, al ser consecuencia directa de eso, de una decisión, jamás puede ser un deseo, sino en todo caso una exigencia y un compromiso personal con la alegría de los demás.

Por lo tanto, sólo me queda una explicación: en realidad no estaban deseándome muchas felicidades por mi cumpleaños, sino que intentaban regalarme la definición más importante de mi vida. Con los nervios, que dan hambre, se comieron el espacio en blanco entre «felicidad» y «es». Y puesto que de lo que se come se cría, al intentar completar la frase, todos se quedaron justamente así.

En blanco.