Has tocado a uno de los nuestros...

La violencia solo está legitimada en el Estado, que delega en la policía a través de los políticos

RAFA MARTÍNEZ

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El encabezamiento de este artículo es un mal título de película de serie B; pero es una peor conducta ética si la aplica un policía. Pero con todo y con eso, lo horroroso es que el legítimo monopolio de la violencia corresponde a los estados, no a los Mossos. Luego detrás de esa despreciable conducta que ha terminado con la vida de un ciudadano (ni que fuese el peor de nuestra especie) hay un responsable político.

Es obvio que no podemos ser tan frívolos de querer imputar al poder político la responsabilidad de fenómenos aislados, puntuales, extraordinarios e imprevisibles. En ese caso, les pedimos reacción para evitar la reiteración.

Pero cuando los casos se repiten en un corto espacio de tiempo, cuando las pruebas inundan la opinión pública demostrando que no es el acto de un sujeto descarriado, sino que es una actuación del cuerpo… el poder público demuestra que no sabe ejercer el legítimo monopolio de la violencia. Tiene que haber un responsable mayor que los ocho causantes directos. En definitiva, siendo un drama la muerte de una persona, la pérdida del ojo de otra o el encañonamiento en la boca «por equivocación» a otra, lo más dramático es qué modelo policial y de Estado de derecho tenemos que da lugar, con frecuencia insoportable, a esto. Cómo es posible que no se haya enderezado una deriva odiosa.

Nos equivocaríamos aludiendo a ese espíritu del mayo del 68 que concibe que toda policía es odiosa, excesiva y fascistoide. Es un argumento tan fácil como poco sólido. Eso de satanizar a todos los uniformados es una perversa e infantil generalización sin base empírica. Aquí estamos implicados todos: sociedad, poderes y administración policial. Y estamos hablando de autoridad, de derechos, de justicia; en definitiva, de esa enorme tensión entre seguridad y libertad, que en las sociedades democráticas más avanzadas cae del lado de la libertad.

Vaya por delante que solo el reconocimiento de la autoridad pública por parte de la ciudadanía permite al Estado aplicarla. Sin él, la actividad de las administraciones que han de ejercerla (profesores, médicos, inspectores, policías) resulta una tarea complicada. Es de todo punto inaceptable que haya profesores vejados a diario sin que ocurra nada, médicos insultados por la familia más allá del explicable nerviosismo, inspectores de cualquier ámbito amenazados por realizar su trabajo o policías agredidos por una detención. Y por desgracia eso pasa a menudo y cada vez más. Ahí los responsables políticos y el poder judicial deberían velar con ahínco. Sin embargo, los primeros evitan enfrentarse a esa ciudadanía y campan con la cabeza alta por la vereda del populismo o de la demagogia según les convenga. Y los segundos, o no cumplen su función, o los instrumentos que tienen sirven para tan poco que, finalmente, mancillar a una autoridad pública es casi gratis. El problema es grave y requiere de mucha pedagogía política e instrumentos adecuados que, actuando con rigor ante quien ataque a una autoridad pública, nos convierta en una sociedad crítica, nada conformista y todo lo reivindicativa que haga falta; pero respetuosa con la autoridad. No se trata de ser dócil; pero sí de fijar con nitidez las líneas que no se pueden cruzar impunemente.

Pero siendo este problema peliagudo, lo es más que las autoridades, ante la ausencia de legisladores y jueces que hagan su parte del trabajo, decidan por sí solos aplicar justicia. El día que eso pasa, se acaba el Estado de derecho y comienza el policial. La grandeza de las autoridades públicas proviene de ser reconocidas por la mayoría de la ciudadanía como instrumentos de confianza y útiles. Si en vez de confianza y reconocimiento lo que se busca es el miedo, el temor mediante abusos, amenazas, amedrentamiento, palizas, tratos denigrantes. Ahí todo pierde sentido y no tenemos que mirar hacia abajo buscando el responsable, sino hacia arriba. Si eso ocurre como rutina, hay un superior, un mando, un responsable político que o lo alienta, o lo permite; no se qué es peor.

Las policías maduras y democráticas se ganan el respeto con su trabajo. Incluso pueden llegar a ser admiradas por la ciudadanía por su temple en situaciones críticas. Pueden incluso ser contundentes si es necesario y el responsable político les ordena serlo puntualmente; pero jamás son vengativas, ni se ensañan con el detenido, ni personalizan las mil y una barbaridades que les puedan decir o hacer; son profesionales. Eso sí, se sienten protegidos por la ley y por la justicia que les ampara en su cometido y les castiga en sus excesos.

Creo que todos tenemos un problema y ya sería hora de ir abordándolo. Este camino tiene un final tristemente por todos conocido, se llama México. Catedrático de Ciencia Política y de la

Administración (UB).