Una asignatura pendiente española

¿Por qué no pactamos?

Los ciudadanos quieren más consenso, pero impera la descalificación permanente del adversario

FRANCISCO LONGO

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En el monólogo con que Will McAvoy -encarnado por un gran Jeff Daniels-cerraba la segunda temporada de The Newsroom, se refería a sus duras críticas a los republicanos, siendo él mismo un republicano confeso: «El problema es que… por encima de todo, el mayor requisito que se me pide, el único requisito, de hecho (para ser considerado republicano), es que tengo que odiar a los demócratas». La casualidad hacía coincidir sus palabras, oportunamente, con el shutdown del Gobierno federal norteamericano, que no creo que Aaron Sorkin deje escapar como argumento para una próxima temporada de la serie.

EN ESPAÑA, la cosa no presenta un rumbo muy distinto. El reciente informe sobre educación de la OCDE (PISA de adultos) ha provocado una cadena de reproches entre nuestros dos grandes partidos sobre quién es culpable del lastimoso estado de algunas competencias educativas básicas de los españoles. Ese reparto de culpas les interesa solo a ellos y a los medios que los corean. Lo grave para el país es que la falta de acuerdo en unas cuantas cosas fundamentales ha condenado a nuestro sistema educativo a múltiples bandazos y a carecer de un proyecto compartido para enfocar nuestro futuro a medio plazo.

Muchos hemos echado en falta en los últimos años alguna clase de acuerdo amplio que permitiera extraer de la controversia política unas cuantas reformas -la educativa entre ellas- imprescindibles para hacer frente a la crisis. No solo no ha habido tal cosa, sino que no parece que vaya a haberla. El principal partido de la oposición se dedica a anunciar que dejará sin efecto una tras otra, cuando gobierne, aquellas que el Gobierno ha impulsado, ya sea en materia laboral, de pensiones o educación. Una espiral de aversión al pacto parece adueñarse sin remedio de la esfera pública. Cabe preguntarse por qué, si los estudios nos dicen reiteradamente que la gente echa de menos el consenso y que la descalificación permanente es uno de los principales factores de desafección ciudadana de la política.

La respuesta no es, simplemente, que tengamos políticos malos o incapaces. En términos de economía política, podríamos decir que una serie de percepciones están operando como desincentivos al acuerdo, e impactando sobre las transacciones que tienen lugar en el mercado político, al menos en cuatro campos:

1. El pacto no diferencia. En contextos en que los delimitadores ideológicos tradicionales pierden fuerza frente a la globalización, la complejidad y la crisis, la búsqueda de la diferenciación parece vital para la supervivencia. Ahí está el inevitable Lakoff para recordárnoslo.

2. El pacto no vende. Cuando los medios hegemonizan la esfera pública, la escenificación de la controversia, la simplificación del mensaje y la crispación del envoltorio son los ingredientes que permiten al producto político viajar bien por los canales de distribución.

3. El pacto desmoviliza a los nuestros. En cambio, la confrontación con el adversario, la descalificación de sus líderes y el repliegue ideológico son las recetas al uso para activar la propia fuerza de ventas.

4. El pacto traslada costes de conflicto. Obliga a compartir el enfrentamiento con determinados grupos de interés y quita al adversario una parte de la erosión que sufriría si actuara en solitario.

MÁS ALLÁ de si estas percepciones tienen una base suficiente, lo que cuenta es que están cada vez más enraizadas en la cultura y la práctica de los actores políticos y de las instituciones donde operan. La exaltación del antagonismo forma parte del entramado de incentivos y modelos mentales en los que los políticos se socializan y aprenden a manejarse. Los partidos hacen de él un ingrediente habitual de los procesos con los que gestionan la afiliación, la identidad, las relaciones de poder y los liderazgos. Por eso es ingente -y lo deberíamos admirar y reconocer más- la tarea que emprenden aquellos políticos que, llevados por un propósito de servicio al interés general, deciden pasar la política del lado del problema al de la solución.

¿Tienen futuro ese tipo de políticos? ¿Hay recorrido para los grandes acuerdos? Creo que existe una demanda social latente, deseosa de recompensar a iniciativas y liderazgos que, rehuyendo la simplificación y el populismo, ejerzan la difícil política de nuestro tiempo como una tarea pedagógica y asuman la necesidad de pactar reformas fundamentales. Mi intuición es que una parte importante de la ciudadanía desmiente los arquetipos de elector subyacentes al marco que describíamos, y que un caudal de voto está esperando a quienes sepan llegar a esos electores sin tratarlos como incapaces de distinguir el grano de la paja.