El debate territorial

La 'sagrada' unidad de España

Llama la atención que los esencialistas no aboguen por la vertebración política de toda la Península

IAN GIBSON

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No se atreven -todavía- a desenterrar el adjetivo, nunca lejos de los labios de José Antonio Primo de Rivera y sus correligionarios, ubicuo a lo largo del franquismo y nada infrecuente durante los primeros años de la transición. Por el momento sigue haciendo las veces el término indisoluble, que al igual que el primero adolece de la falacia de petitio principii, o sea que entiende por demostrado y válido algo en realidad no probado. Todo justificado, claro, por la Carta Magna de 1978 (título preliminar, artículo 2), donde se nos informa: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Aseveración citada el 16 de septiembre, según este diario, y como si se tratara de una sentencia mosaica -es decir, de una verdad divina, inmutable e irrefutable-, por el fiscal general del Estado, Eduardo Torres Dulce.

ELLO ME RECORDÓ la contundente y escalofriante frase del último Papa cuando, en Valencia, habló de «la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble», ordenamiento que, gracias a una Iglesia inflexible dirigida por célibes impertérritos, ha supuesto un infierno para incontables personas, mayores y menores.

¿Cómo se puede seguir hablando seriamente, a estas alturas, de la indisoluble unidad de la nación española? ¿Se sigue creyendo, realmente, que Dios -el Dios del Antiguo Testamento, el de las plagas, de los holocaustos, del ojo por el ojo- dispuso las cosas para que, consumada la llamada reconquista, extirpada la ralea judaico-musulmana, terminada la etapa habsburguesa e iniciada la borbónica, España caminase siempre indisolublemente unida hasta el fin del mundo?

Permítaseme señalar, a modo de comparación, que en Gran Bretaña, con el debate en curso sobre la independencia de Escocia y el referendo pendiente, a nadie, ni al John Bull más facha -y no faltan-, se le ocurriría utilizar la palabra sagrada en relación con la configuración del país (donde nadie echa de menos la antigua pertenencia de la hoy República de Irlanda). Es más, a nadie, o casi nadie, se le podría pasar por las mientes allí afirmar que, de producirse la separación, significaría necesariamente la ruina de la convivencia apacible de los muchos millones de habitantes de la isla.

Todavía con la Constitución a la vista debo decir que a mí me lleva preocupando, desde el instante mismo de su promulgación, el artículo 8 del referido título preliminar, en cuya primera cláusula se estipula que las Fuerzas Armadas tienen, entre otras misiones, la de defender la «integridad territorial» del país. Con ello se podía prever el día en que, experimentado como ya acuciante el peligro catalán, se lanzara contra los díscolos una variante española de los Cien Mil Hijos de San Luis. Mal asunto.

Volviendo a Irlanda, añado que, por decisión del Parlamento, se quitó de la Constitución, en su momento, la reivindicación, como misión nacional, del «retorno» de los seis condados del norte, todavía parte del Reino Unido. Reivindicación considerada altamente ofensiva por la gran mayoría de los habitantes protestantes de los mismos. Ello constituyó una muestra extraordinaria de magnanimidad, pragmatismo, sensibilidad y madurez política por parte de Dublín. Y ha dado sus frutos. Un día, si hay reunificación irlandesa, será por consenso.

Puestos a hablar de la unidad indisoluble de España, siempre me ha llamado la atención que los  esencialistas no hayan abogado públicamente por la vertebración unitaria de la Península entera. ¿Es que el proyecto no cabe dentro de los designios divinos? ¿No sería lógico que así fuera? ¿No salió la Invencible de Lisboa?

TODA VEZ QUE EN los años 30 ya había por tierras lusitanas una bien asentada dictadura fascista, los prohombres del yugo y las flechas nunca insistieron sobre el asunto, pero tenerlo en mente sabemos que lo tenían. Hoy, de todas maneras, el desconocimiento del vecino es tan absoluto en España que se borra literalmente del mapa en los boletines meteorológicos televisivos, como si no existiera. Y es trágico, ya que ha fallado la financiación portuguesa, que no haya fondos europeos para terminar las obras de la línea de alta velocidad Madrid-Lisboa, estancada en Badajoz, y así facilitar el tráfico entre ambas capitales y el resto del continente.

Como José Saramago (y Günter Grass), uno sueña con una floreciente y culta República Federal Ibérica, pero me temo que tardará mucho tiempo en nacer (si es que nace). Mientras tanto, me conformaría con el alumbramiento de la Tercera República Española, pero tampoco parece estar a la vuelta de la esquina. Qué desilusión más envolvente.