Qué y cómo del Estado del bienestar

El mantenimiento del statu quo exige revisar el funcionamiento del sistema de servicios públicos

FRANCISCO LONGO

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En la reflexión sobre el futuro del Estado del bienestar, conviene distinguir entre los qués y los cómos. Los primeros -centrales en el debate político contemporáneo- apuntan al papel del Estado, a su delimitación con respecto al mercado y al alcance de su intervención en la sociedad. Los segundos, a las formas e instrumentos que esa intervención adopta. Con frecuencia, esas perspectivas se confunden, oscureciendo lo que está en juego. La crisis fiscal obliga a revisar cómo se organizan, gestionan y financian los servicios públicos. Para afrontar ese debate sobre los cómos, necesitamos una lógica interpretativa y deliberativa diferente, menos ideológica y más analítica.

CUANDO imaginamos un Estado que garantiza a la población un gran número de servicios públicos, solemos imaginarlo como una voluminosa maquinaria formada por grandes burocracias especializadas en las diversas áreas de política pública. Esta concepción piramidal y jerárquica tiende a organizaciones enormes, a menudo penetradas por los aparatos de partido, dirigidas desde instancias muy alejadas de los usuarios, administradas de modo uniforme mediante procedimientos rígidos, y acostumbradas a requerir cada vez más recursos. En esa escala organizativa, las corporaciones de intereses profesionales suelen adquirir un peso determinante en favor del statu quo.

La sustitución de esos modelos por sistemas descentralizados, gobernados en red, formados por constelaciones de entidades prestadoras más pequeñas, ágiles y cercanas, suele presentar ventajas. Facilita un funcionamiento más flexible y adaptado a la demanda, abre paso, a veces, a la coproducción con los usuarios y permite introducir incentivos a la eficiencia que serían difícilmente digeribles por los grandes elefantes burocráticos. En esa dirección parecen moverse los planes del Govern de dividir una de esas macro-burocracias, el Institut Català de la Salut, para trasladar autonomía de gestión a los hospitales públicos que lo integran. Que este tipo de iniciativas generen enconadas resistencias de los grupos de intereses afectados es normal. Menos plausible resulta que se consiga convencer a la opinión pública de que esos cambios -tan analizables y discutibles- suponen intolerables ataques al sistema público de salud.

Algo parecido cabe decir de la colaboración público-privada. El modelo mayoritario de expansión de los servicios del bienestar en Europa ha sido encomendar su gestión a organizaciones cien por cien públicas compuestas por funcionarios. Es un modelo contingente que vemos combinarse con diversas fórmulas de gestión que dan entrada al sector privado en la producción de servicios de titularidad estatal. Una de cada tres libras de financiación pública se gasta en el Reino Unido mediante esas modalidades de provisión. Cuando se diseñan y aplican de forma transparente, e incluyen buenos esquemas de distribución de riesgos, estas fórmulas permiten, bajo la dirección y responsabilidad del Estado, extender la base de conocimiento disponible, incorporar tecnología, ampliar la financiación e introducir flexibilidad y eficiencia. En este sentido, España aprovecha mucho menos que otros países europeos -una tercera parte que Holanda- a empresas y organizaciones no estatales para proveer servicios públicos.

LO ANTERIOR puede extenderse a la financiación. Hemos vivido meses de enconados debates sobre el copago de servicios públicos, convertido para algunos en el caballo de Troya de los enemigos del Estado de bienestar. Curioso, cuando, en el área donde el asunto ha hecho más ruido la mayor parte de los países de Europa utilizan fórmulas de copago mucho más contundentes que las nuestras. Las decisiones sobre qué parte de una prestación pública debemos financiar con los impuestos de todos o mediante tasas o precios pagados por el beneficiario, sobre cómo racionalizar la demanda de algunas prestaciones, o sobre cuándo y en qué medida universalizar la provisión de un servicio o segmentarla por niveles de renta, pertenecen también al debate -extremadamente importante-  de los cómos, y no al de los qués. Mantener el Estado de bienestar nos exige revisar el funcionamiento del sistema de servicios públicos. Para eso, precisamos una deliberación pública de mayor calidad. A veces nos la obstruyen los intereses, camuflados de nobles principios. Otras, la amplificación mediática de los conflictos. No falta esa irresistible pulsión de las fuerzas políticas por delimitarse del adversario, a la que podríamos calificar, con Freud, de «narcisismo de las pequeñas diferencias». Distinguir mejor entre los qués y los cómos sería un paso en la buena dirección.  Instituto de Gobernanza y

Dirección Pública de Esade.