La encrucijada catalana

Apostamos por la cohesión

El independentismo ha hecho siempre bandera como el que más de la convivencia como gran valor

ERNEST BENACH

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Cuando un país vive inmerso en una grave crisis económica, el abono para el conflicto está servido. Mantener la convivencia no es fácil y peligra la cohesión. Cuando un país sufre una crisis nacional importante porque busca definir su futuro y pretende cambiar su estructura institucional, el abono para el conflicto también está servido. Y, sin embargo, en Catalunya el conflicto aún no ha podido romper la cohesión social. ¡Afortunadamente!

Motivos hay unos cuantos, y de diferente índole: la crisis económica, los niveles de desempleo, la corrupción, la desafección hacia la política... Pero pese a todo este país sigue dando valor a lo que nos ha cohesionado en las últimas décadas. Un buen síntoma de todo esto lo vimos el 11 de septiembre con una de las manifestaciones más importantes de la Europa contemporánea, caracterizada por la transversalidad generacional, territorial y de clase, por la solidaridad, por el buen humor, por la sencillez a pesar de la complejidad de la organización...

Si Catalunya no fuera un país donde se han trabajado muy a fondo y desde hace mucho tiempo determinados valores, esa movilización no habría sido posible. Un pueblo que es capaz año tras año de dar sentido a un maratón como el que hace TV-3 o que abraza las causas más variadas del mundo y se compromete, es un pueblo solidario. Y eso tiene valor. Un pueblo que ha sido capaz de hacer sobrevivir una lengua prohibida y maltratada es un pueblo valiente. Un pueblo que es capaz de enlazar sin un incidente el Pirineo y el Ebro con el simple gesto de darse la mano es un pueblo que tiene claro a dónde va.

La capacidad de movilización del país ha ido creciendo con el paso del tiempo y es directamente proporcional al grado de incomprensión ejercida por el Estado y las amenazas y los agravios que llegan de manera regular desde Madrid. Y a base de incomprensión, de injusticias que claman al cielo y de no dar respuestas a las demandas sensatas y pacíficas de los catalanes, las mayorías políticas y sociales de este país están protagonizando un cambio muy importante. Aunque a veces no lo parezca. Pero es así, y es inevitable. Es por eso que no es válido hacer lecturas como si todavía estuviéramos en otras épocas. La sociedad de hoy reclama otra capacidad de ver y analizar las cosas, y sobre todo de solucionarlas. La sociedad civil habla y lo hace con contundencia, y es la hora de la política para marcar claramente el camino. Pero la política ya no se puede expresar ni con el lenguaje ni con las formas del pasado.

Es por eso que no me explico que  algunos tengan aún la desfachatez de decir que aspirar a tener un Estado propio es precisamente un atentado contra la convivencia y la cohesión. Durante muchos años, los independentistas hemos sido minoría en Catalunya; y no solo eso, sino que a menudo se nos ha expulsado de los centros de decisión por el simple hecho de serlo. No hemos formado parte del establishment y no hemos sido bien vistos ni cuando hemos estado en el Govern. Y a pesar de todo hemos respetado las normas de funcionamiento de la sociedad y las instituciones, y hemos hecho bandera como el que más de la convivencia y la cohesión. También ha sido nuestro valor. Resulta gracioso, pues, que ahora, cuando las mayorías cambian y se sitúan en polos opuestos, los que están en contra del proceso independentista que vive el país se dediquen a encontrar argumentos absurdos y estériles. Que si nuevas fronteras, que si ciudadanos de primera y segunda, que si falta de libertad, que si prohibiciones de lenguas, que si familias divididas... ¡Qué sarta de barbaridades! Precisamente, el proceso que vive el país es cada vez más grande, más fuerte y más creíble porque su discurso es la antítesis de los despropósitos que pregonan los adversarios del proceso.

El valor que el catalanismo y el independentismo han dado históricamente a la cohesión social, a hacer un único país, con una comunidad cohesionada se hable el idioma que se hable, se tenga el color de piel que se tenga, se crea (o no) en el dios que se crea, es hoy el gran argumento que, por un lado, hace que la gente se sienta cómoda y se ilusione con el futuro de un país independiente, y por otro actúe con la máxima normalidad cuando se manifiesta. Y lo haga de manera festiva, sin incidentes, sin ningún tipo de complejo.

Aquí nadie divide familias, nadie quiere que ninguna persona se vaya a otros lugares, nadie quiere prohibir ninguna lengua, nadie pide que ninguna persona renuncie a sus orígenes, a su identidad... Y lo más importante: aquí se quiere que todo el mundo tenga el derecho a votar, el derecho a expresar sus ilusiones y anhelos a través de las urnas. ¿Quién puede oponerse a eso? ¿Y con qué argumentos ? Sencillamente, no los hay. Como decía aquel,  E la nave va!