La financiación educativa

Aportaciones privadas a la universidad

Los apadrinamientos son positivos, pero solo se garantiza la continuidad si pasan por la institución

CARLES SIGALÉS

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La noticia de que algunas universidades quieren poner en marcha programas de apadrinamiento de estudiantes para que alguien se haga cargo del coste de la matrícula de quienes no disponen de medios ha abierto un polémico debate sobre quién debe financiar la formación universitaria. En Catalunya, y el resto del Estado, las aportaciones privadas a las universidades públicas hasta ahora han sido prácticamente inexistentes. Desde los años 70 hasta el 2008 los presupuestos públicos han podido hacerse cargo del crecimiento continuo de la oferta de formación universitaria, que se ha cuadruplicado en ese periodo. Pero, después de seis años de crisis, los recortes en la financiación han dejado asfixiadas a las universidades. En los dos últimos años, además, los recortes han ido acompañados de un incremento notable de las tasas de matrícula que no se ha compensado con una mejora adecuada del sistema público de becas, de modo que cada vez hay más estudiantes en riesgo de tener que dejar sus estudios.

Ante esta situación, pues, algunas universidades empiezan a plantearse la necesidad de captar recursos adicionales en el sector privado buscando donaciones y patrocinios de empresas y particulares. Esta práctica no es nueva. En Europa se estima que los fondos privados cubren alrededor de un 4% de la financiación de las universidades. En la tradición anglosajona aún es mayor. En el Reino Unido en algunos casos superan el 10% de la financiación. En Estados Unidos, empresas, filántropos y exalumnos agradecidos aportan cada año más de 30.000 millones de dólares a los presupuestos de las universidades. Una parte significativa de estas aportaciones se dedica a asegurar que los estudiantes con más talento accedan a la universidad con independencia de su situación económica. Allí las matrículas son caras, pero el 76% de los estudiantes recibe algún tipo de ayuda pública o privada.

Hasta ahora, en nuestra cultura, la entrada de fondos privados en la universidad no se ha visto con demasiados buenos ojos. Existe la creencia bastante extendida de que solo el sector público puede garantizar la equidad y la igualdad de oportunidades. Quizá sí. Pero la disponibilidad de dinero público con pocas restricciones se ha terminado por mucho tiempo. No está claro que los estados por sí solos estén en condiciones de hacer frente a las exigentes inversiones que la educación, en conjunto, necesitará en los próximos años.

Y, si hay que priorizar, como pasa ya actualmente, la educación obligatoria, la sanidad y las prestaciones sociales básicas pasarán por delante de las universidades. No se trata de que los poderes públicos se desentiendan de la financiación de la enseñanza superior. Ni de buscar fórmulas que nos devuelvan a la beneficencia anterior al Estado del bienestar. Sino de que las universidades busquen recursos propios para aligerar sus costes, para mejorar su calidad y para ampliar la base de procedencia de su alumnado, teniendo especial cuidado de los sectores económicamente más desfavorecidos.

Por otro lado, que el sector privado y la sociedad civil deseen contribuir a financiar los estudios superiores incrementa el vínculo entre las universidades y la comunidad a la que pertenecen, conlleva más colaboración entre universidades y empresas y un mayor compromiso social con la mejora de la educación. Al fin y al cabo, la universidad siempre acaban pagándola los ciudadanos mediante las matrículas o a través de los impuestos que también pagan las capas de la población que nunca podrán beneficiarse de ella.

Pero hay que hacer bien las cosas. Apadrinar alumnos directamente, sobre todo si lo hacen particulares a título individual, no garantiza la continuidad. Parece más oportuno abrir fondos con aportaciones diversificadas y tender a un sistema combinado de ayudas que la propia universidad gestione de forma sostenible y con criterios equitativos. Se pueden financiar matrículas, o gastos que resultan más caros, como por ejemplo el alojamiento para quienes viven lejos de los campus. Se pueden ofrecer becas salario para un periodo de tiempo. Se pueden negociar préstamos con intereses bajos o personalizar las ayudas en cada caso. Las posibilidades son muy variadas y deben ser complementarias de las que se ofrecen con cargo a los fondos públicos. De cara al futuro, cuando empecemos a salir de la crisis, habrá que exigir un incremento del porcentaje del PIB que se destina a la educación universitaria -ahora es del 1,2%-, pero también habrá que tener claro que nada volverá a ser como antes. Solo con el esfuerzo conjunto de los poderes públicos y de la sociedad civil podremos hacer frente a los retos que vienen.