Los efectos de la crisis
La cara amable de nuestra sociedad
La respuesta en la calle a las dificultades y los problemas que se acumulan es de una gran madurez
Carles Ramió
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la UPF.
CARLES RAMIÓ
La sociedad española y catalana está transitando por esta dura crisis económica, social y política como Jano, con dos caras que miran en sentidos opuestos y que conforman la cara y la cruz de una moneda que es la nuestra, que somos nosotros. Por un lado, está la cara fea y la cara corrupta. Es la cara del más retrasado de la Europa moderna que habíamos dado por superada pero la crisis económica ha demostrado que sigue, por desgracia, bien viva. Los años de bonanza fueron un espejismo de sociedad moderna pero en realidad solo había un maquillaje de modernidad.
La crisis ha derretido la amable careta y ha mostrado una cara vinculada a nuestro apego mediterráneo por la economía informal y por la corrupción social de baja intensidad, pero corrupción al fin y al cabo. Seguimos siendo mayoritariamente pillos, egoístas y dejamos a un discreto lado la defensa del bien común y del interés general. Somos una sociedad, como decíaJosep Pla,preñada de anarquistas de derechas. Todos nos sentimos libres para hacer lo que nos venga en gana y cínicamente exigimos ley y orden a los demás. Exigimos a los políticos y a las instituciones públicas lo que nosotros mismos obviamos en nuestros actos y conductas cotidianos.
Pero yo quiero destacar hoy la otra cara de nuestra sociedad: la cara hermosa que posee una belleza que solo logra la madurez y un gran equilibrio emocional. Es una cara que me fascina y no solo por su encanto sino por ser tan contradictoria con la anterior.
La brutal crisis que estamos padeciendo, el increíble volumen de desempleados, la enorme pobreza sobrevenida, los duros recortes públicos y la crisis política generan un cóctel explosivo que de forma automática deberían concatenar rebelión, violencia social, delincuencia, xenofobia y manifestaciones políticas de carácter demagógico. Tenemos numerosos casos en Europa de todo ello por situaciones más suaves que las nuestras y también casos por situaciones parecidas a las que sufrimos nosotros.
Pero España y Catalunya son diferentes al resto del mundo (aquí no alcanzo a detectar el hecho diferencial entre ambas realidades nacionales) y, me atrevo a decir: somos diferentes para bien. Por una parte, estamos afrontando la crisis con una dosis de calma y de estoicismo digna de admiración. No hay revueltas sociales en las calles y la gente se manifiesta y protesta con unas dosis de civismo extraordinarias. Somos una inmensa olla a presión que suelta el vapor sobrante de forma dosificada y con una enorme inteligencia social. Y esto a pesar de que nuestros líderes políticos no lo ponen fácil y por cualquier ligera manifestación de protesta se acusa a sus protagonistas de forma injusta de comportamientos nazis, etiqueta que se utiliza últimamente con una ligereza asombrosa.
Hemos sido capaces de diseñar una sociedad que lucha por la equidad ella sola sin apenas necesidad de políticas redistributivas públicas que son más bien escasas. Las familias en un sentido amplio ayudan a sus efectivos más violentados por la crisis. La sociedad civil se ha organizado de forma admirable para suavizar todo lo que se puede a los más menesterosos. Hemos hecho realidad de forma espontánea a la denominada tercera vía que intentaba fomentar y aspirabaTony Blairhace una década: una sociedad relativamente autónoma de los poderes públicos.
Además, apenas se ha incrementado la delincuencia y la violencia: en condiciones extremas seguimos siendo una de las sociedades menos violentas del mundo. Y, además, somos la sociedad más tolerante y menos xenófoba que alcanzo a detectar. Tenemos en España seis millones de inmigrantes, un millón y medio solo en Catalunya. Se trata de una fuerza laboral que compite por un trabajo y por las prestaciones públicas con las clases autóctonas más modestas del país y que invade espacios del Estado del bienestar de nuestras maltrechas clases medias.
En este escenario los brotes de xenofobia deberían ser automáticos. Pero no aparecen más allá de marginales anécdotas. No es un discurso sino una realidad: somos una sociedad de acogida y fantásticamente tolerante. Hemos aprendido a compartir la crisis con los recién llegados: con ellos y no contra ellos. Un mérito que hace que me sienta orgulloso de formar parte de esta sociedad. Y es lo que tiene la crisis: subraya nuestras miserias y nuestras virtudes. Y aquí solo quiero destacar que hemos demostrado que nuestra sociedad tiene muchas virtudes y esto debería ser suficiente para encarar el futuro con fuerza, determinación y orgullo. Si hemos salido airosos de estas casi inevitables trampas sociales deberíamos ser capaces de superar también los retos económicos y políticos.
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