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Perdamos el 'tempo'

RISTO MEJIDE

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Perdamos el tempo. Dejemos de ser mártires del compás. Y violemos todos los versos. De nuevo julio y a gusto nos vuelven a dar otra oportunidad para cambiar el paso y vivirlo todo a menor velocidad.

Perdamos el tempo. Lo quieras o no, durante este período incluso las cosas más sólidas entran en medio líquido, se sumergen, se ralentizan, se vuelven aún más torpes y se mueven casi sin poderse desplazar. Y si eso ocurre con las cosas, imagínate con las personas.

Perdamos el tempo. Ya no hay que tomárselo como opción, sino como oportunidad. La oportunidad de que todo siga ocurriendo, pero ahora sin ninguna prisa, sin ningún criterio, sin ningún porqué. Nadie cierra nada que no se haya cerrado ya. Es tiempo de déjalo para septiembre. Que se maten. Hala, vámonos.

Lo grande del período estival no está en una playa abarrotada de olor a plástico yafter-sun, en una montaña con hedor a excremento de vaca machorra o en un exótico país cuyos retretes algún día acabarán precintados por la OMS.

Lo grande de estas semanas está en lo que ocurre en tu interior: la invitación que te hace el calendario para frenar, mirarte y recapacitar. Aunque esto último sea sólo para los que quieren subir nota. Lo importante es ganar en lentitud para descubrir el espacio entre las cosas, ya que el espacio entre las cosas es lo que delimita su forma, sí, pero sobre todo, su dimensión. La dimensión de las cosas que aplazaste. Aquellas a las que diste tanta prioridad. Ponerse al día en lecturas pendientes. Pasar página, pensar. O aún mejor, dejar de hacerlo.

Perdamos el tempo. Pero ya. De vez en cuando es bueno sacar la foto de lo que estás viviendo. Más que bueno, necesario. Como sabe cualquier fotógrafo, si nunca jamás te detienes, es muy probable que las fotos te salgan movidas, que pierdan nitidez. Y si la foto no está definida, nunca sabrás a quién sigues reconociendo y quién se ha vuelto ya un extraño para ti. Así que ojo, que una buena foto también te expone a divorcios, separaciones, cambios de vida, de trabajo, de pareja, de país. Mudanzas físicas y emocionales que hacen su agosto a costa del tuyo.

Por eso, perdamos el tempo, sí. Aunque sólo sea para recordar la necesaria diferencia entre tiempo, cadencia, ritmo y compás.

El tiempo ya no es eso que mides en tu muñeca, el tiempo pasa a ser algo que sólo depende del clima de hoy. Porque así se llaman ahora todos los días de la semana. Hoy. Quedan derogados los lunes, los martes, los miércoles y así hasta llegar al domingo, y vuelta a empezar. No me preguntes qué día es hoy, porque me recuerdas un dato que ni quiero ni necesito saber, el tiempo me dice que hoy es hoy. Y para saberlo, me basta con mirar al cielo. Ya está.

La cadencia es el placer de estrenar nueva rutina como quien estrena un ojal menos en el cinturón. El gusto que da repetir cosas que no volveremos a repetir cuando arranquemos la rutina del resto del año. Canjear cotidianidad por cotidianidad. Pillar al hastío con el pie cambiado es la única forma conocida por el ser humano para sobrevivirse y poderse soportar 12 meses más. Dejarse a uno mismo fuera de la maleta y huirse hasta perderse de vista. Y volverse a reencontrar tras haberse echado de menos. O no.

El ritmo es eso que se invierte sin pedirnos permiso: ya no es lo que hacemos que ocurra, sino el ritmo al que un tercero decide que nos ocurra. Por eso me gustan tanto las islas pequeñas -y cuanto más pequeñas, mejor-, porque allí tienen siempre otro ritmo que cualquier territorio conectado y contaminado por el continente, un ritmo que se te impone desde el primer minuto para recordarte lo que siempre fuiste: un guiri más.

Y por último, el compás, un instrumento que sirve para trazar círculos y tomar distancias. Los círculos a los que acudes cuando quieres volver a ser tú mismo. Los círculos cuyo centro permanece siempre invisible, porque todo el mundo ya sabe dónde está. Tu familia, tus amigos, tu gente de verdad. Y la distancia entre esos círculos y tu vida diaria, tan grande como necesaria para poder respirar.

Perdamos el tempo. Dejemos que las ciudades vivan por unos días la ilusión de una población proporcionada a lo que pueden aportar. Que los semáforos sincronicen vacíos. Y que el asfalto, abierto como una herida, se ponga por fin al día, total, para quedarse peor de lo que estaba, pero donde está.

Perdamos el tempo.

Los que aún podamos, claro.

Porque hay gente que ni siquiera eso puede perder ya.

Que me voy de vacaciones,

coño. H

por Risto Mejide