Argelia, Palestina y ahora Egipto

ROSA MASSAGUÉ

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La pregunta tantas veces repetida de si islam y democracia son compatibles empezará a ser ociosa. Y lo será porqué cada vez que un partido islamista ha llegado al poder de forma democrática ha sido derribado de una u otra forma por fuerzas no democráticas del propio país o por la violencia contando con la bendición de las países occidentales empeñados, pero solo de boquilla, en la defensa de las libertades civiles.

Con el golpe contra el Gobierno que presidía Mohamed Mursi y la reacción de la comunidad occidental --EEUU, la UE y sus miembros--, de no condenar el alzamiento militar y ni siquiera llamar a las cosas por su nombre, asistimos al encumbramiento de la versión medio-oriental de aquella teoría política de vuelo gallináceo abrazada por Franklin D. Roosevelt y Henry Kissinger sobre los dictadores latinoamericanos.

Su máximo axioma era: “Son unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta”. O sea, a defenderles aunque los derechos humanos se escurran por los desagües de las cárceles del horror.

Lo ocurrido en Egipto no es ninguna novedad. Ocurrió primero en Argelia, en 1992, y en Palestina, en el 2006.

En el país norteafricano el Frente de Liberación Nacional, la formación que había conseguido la independencia tras la guerra contra Francia, monopolizaba el poder. En 1989 aquel régimen de partido único se abrió a otras formaciones políticas. Al año siguiente, el Frente Islámico de Salvación (FIS) consiguió el 55% de los votos en unas elecciones municipales. La victoria conseguida a finales de 1991 en una primera vuelta de las elecciones legislativas auguraba una mayoría absoluta en la segunda.

Pero esta vuelta no se llegó a realizar. Un golpe del Ejército acabó con la experiencia democrática. Lo que siguió fue la llamada “década del terror” en la que una guerra sucia de extraordinaria brutalidad entre las fuerzas armadas y los islamistas causó más de 150.000 muertos y un número de desaparecidos que se sitúa entre los 8.000 y los 17.000.

Aquel golpe mereció el aplauso generalizado en Occidente, consumidor entre otras cosas de su gas, alarmado por la posibilidad de que el islamismo llegara al poder aunque fuera de una forma limpia mediante las urnas. De aquel golpe ha quedado un país todavía bajo la tutela del Ejército, una sociedad fracturada y atemorizada, y un grupo terrorista como es la vertiente magrebí de Al Qaeda.

En Palestina, unas elecciones al Consejo Legislativo que merecieron la calificación de impecablemente democráticas en enero de 2006 dieron la mayoría absoluta de escaños a Hamás, el Movimiento de Resistencia Islámico, sobre el histórico Al Fatah, la formación que había sido la plataforma de Yasir Arafat. Aquella victoria no fue reconocida y lo que siguió en aquel caso fue un enfrentamiento político entre el Gobierno islamista y la presidencia de Mahmud Abbas que derivó en un enfrentamiento violento entre Hamás y Al Fatah. Acabó cuando los islamistas se hicieron con el control de la franja de Gaza y el presidente disolvió el Gobierno.

Hoy Palestina está divida no solo geográficamente. Lo está políticamente y esta división ha restado fuerza a la causa cuya solución sigue sin vislumbrarse. Mientras, Gaza es una doble cárcel para sus habitantes. Por una parte padecen el bloqueo impuesto por Israel. Por otra, son víctimas del rigor islámico del movimiento político-religioso.

Egipto es la tercera muestra del rechazo al islam político y de la bendición occidental a los golpes militares contra gobiernos legítimos. Las repercusiones que vaya a tener en toda la zona están por ver, pero una conclusión a la que fácilmente pueden llegar las fuerzas inmersas en procesos de cambio es la de que la democracia no vale la pena. Y esto sería un desastre para todos, para ellos y para nosotros.