Los efectos de la crisis

Los que vienen detrás

La urgencia hace que nos ocupemos de lo inmediato y que dejemos para después lo importante

FRANCISCO LONGO

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Uno de los efectos más visibles de las crisis económicas -de todas ellas- es que nos achican la mirada y la dirigen sin remedio al corto plazo. Ponemos la mayor parte del esfuerzo en el logro de metas inmediatas: conservar el empleo, cobrar la factura, pagar la hipoteca, vender el piso, conseguir el crédito¿ Y lo que sucede en el plano individual se traslada también a la esfera colectiva. La atención de quienes nos gobiernan se dedica prioritariamente a reducir el déficit, ajustar los gastos, pagar las nóminas, equilibrar las cuentas, refinanciar la deuda y otras tareas tan imprescindibles como perentorias.

Un enorme caudal de energía social se invierte en actividades cuya finalidad es salir del paso. Inevitable, pero preocupante. Porque si bien sería irresponsable no prestar a lo inmediato la atención que exige, la tiranía del presente nos hace correr riesgos muy altos. La aspiración de crear un futuro mejor resulta poco creíble si no se dedica algún tiempo a imaginarlo. De lo contrario, nos veremos como el ciclista que escala un largo y empinado puerto de montaña, aplicando toda la energía a la próxima pedalada, la cabeza gacha, la mirada fija en el asfalto, sin ánimo ni fuerzas para levantar la vista y vislumbrar la meta, todavía tan lejana.

El monopolio de lo que apremia nos conduce -nos está conduciendo- a recortes sin reformas, a ajustes sin estrategia, a sacrificios sin horizonte.

Pero lo más grave es que centrarnos en losahoraque nos acucian nos impide prestar la atención debida a quienes sufrirán más adelante las consecuencias. Todo cuanto hacemos hoy para afrontar la crisis produce efectos -buenos o malos- sobre nosotros. Pero los prolonga también sobre las generaciones futuras y lo hace a veces de un modo agravado e irreparable. Así ocurre, por ejemplo, con el crecimiento de la deuda pública. Traslada a los ciudadanos de las próximas décadas los costes de inversiones y gastos que hacemos hoy y cuya proyección al futuro solo tiene sentido cuando el equilibrio entre coste y beneficio se mantiene, equitativo, a lo largo del tiempo.

El hoy nos oscurece el mañana. El calentamiento global es uno de los ejemplos más claros. La crisis agrava la incapacidad de las economías -desarrolladas o emergentes- para frenar el crecimiento de las emisiones de CO2 a la atmósfera, disparado en la última década, y más aún para acercarse a los niveles máximos (450 partes por millón) admisibles de concentración. En un artículo reciente,Martin Wolflo constataba y auguraba: «¿solo la amenaza de un desastre inminente podría cambiar esta dinámica». En otras palabras, la incapacidad para pensar y reaccionar más allá del corto plazo traslada a los habitantes del mañana riesgos creados por nuestras sociedades en el presente.

Algo similar podría pasar con las pensiones. Por eso es razonable que algunas garantías para los pensionistas actuales (revalorización por IPC) cedan el paso a garantías de largo plazo (evolución ingresos/gastos de la Seguridad Social) para los pensionistas de mañana. Si el esfuerzo colectivo se concentrase en mantener a toda costa la equiparación entre las cotizaciones pasadas y las expectativas de valor creadas, pondríamos en peligro la red básica de protección que debemos a los jóvenes y niños de hoy, y a quienes vendrán tras ellos.

Pero quizá el universo en el que la transferencia al mañana se hace más evidente es el de la investigación. El gasto público presenta en este campo características singulares. Como veíamos, cuando nos endeudamos para invertir en trenes o autopistas aplazamos -de un modo que puede ser razonable o no- el pago de algo que empezamos a disfrutar enseguida. En cambio, cuando gastamos en I+D hacemos justo al revés: pagamos hoy por algo de lo que se beneficiarán sobre todo las generaciones venideras.

La investigación es una de las parcelas de gasto en que más se pone en juego la solidaridad intergeneracional. Por eso, cuando bajo la influencia de la crisis la reducimos -un 40% respecto del 2009-, esos recortes nos muestran, en mayor medida que cualesquiera otros, los límites de nuestro compromiso con el futuro y sus habitantes, es decir, con nuestros hijos y nietos.

Hay un contrato intergeneracional de tracto sucesivo, implícito en el funcionamiento de las sociedades humanas decentes. Forma una cadena de compromisos entre generaciones en la que se forja el progreso de la humanidad. Su ruptura plantea interrogantes que debieran inquietarnos. Una sociedad inclusiva no se mide solo por la capacidad de integración que exhibe en un momento histórico dado. Requiere también la voluntad de extender elnosotrosal futuro, proyectarse a sí misma en el tiempo y crear condiciones capaces de permitir una vida buena a aquellos que vienen detrás.