Una reflexión sobre nuestros días

El derecho a decidir

Vivimos tiempos de exigencia de derechos pero no de asunción de responsabilidades

ANTONIO SITGES-SERRA

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No se alarmen. No les voy a castigar con el enésimo artículo sobre el susodicho derecho, que, como era previsible y deseable, se ha torcido. No, aprovecho el lema para reflexionar sobre el derecho que tenemos por garantizado para tomar decisiones por nosotros mismos. El tema es espinoso porque trata de los límites de nuestra autonomía o, dicho de forma especular, trata del umbral en el cual termina el derecho a decidir y comienza la obediencia y el respeto al cuerpo colectivo. Y hoy son pocos los que están por la limitación de las libertades por algún imperativo de orden superior a su voluntad.

Vivimos tiempos de exigencia de derechos pero no de asunción de responsabilidades; el derecho se ejerce ya, mientras que las responsabilidades se disuelven en los diversos puntos de vista del relativismo posmoderno.Jan Patocka, que ejerció como filósofo en los años más duros de la represión soviética en Checoslovaquia, escribió que en la crecida del subjetivismo subyace el declive de nuestra civilización tecnocientífica. Sugirió también que la idea de soberanía nacional surgió de una extensión al ámbito político de la autonomía personal; de ahí a la fundación de los estados y a las dos guerras mundiales solo hubo un paso de funesta memoria.

Desde tiempos inmemoriales, muchas de las decisiones que marcaron las vidas de nuestros antepasados no las tomaban ellos mismos, sino sus padres, sus superiores o tal o cual institución. Los matrimonios se pactaban con vistas al mantenimiento del patrimonio -por escaso que fuera- o por amistad entre familias. Era motivo de orgullo familiar que los hijos se encaminasen hacia los cuerpos vertebradores de lo social. No era concebible el derecho a quitarse la vida y las mujeres no clamaban por la propiedad de sus cuerpos. Los matrimonios rotos mantenían las formas porque el consenso social pasaba por encima de los avatares domésticos. No se tiraban alimentos. Al final de la adolescencia, hombres y mujeres cumplían con algún tipo de servicio social. Estos ejemplos nos hablan de épocas pretéritas en las que la vida personal y familiar no se comprendía aislada del contexto social. Aún hoy persisten costumbres de estructura similar en ámbitos no europeos que nos causan estupor y rechazo, como el infanticidio o el hijo único en China, los acuerdos matrimoniales en la India, el talión en el islam o la ablación en África. En estas culturas, tales tradiciones se encuentran fuera de cualquier valoración moral por hallarse integradas en su particular racionalidad, es decir, en el entramado de ideas, mitos y ritos en torno a los que gira su estabilidad secular y su pervivencia.

La perspectiva romántica, de la que aún somos víctimas, nos hace ver lo desgraciados que fueron nuestros predecesores por vivir bajo unas reglas que hoy se nos antojan represivas. A sus órdenes,Freudy las vanguardias estéticas sellaron el final de una época que de forma simplista se etiquetó como burguesa por quienes pensaron que lo que se desmoronaba era solo el credo de la clase bienestante, cuando en realidad se hundía una buena parte de la racionalidad occidental. Esta yace hoy maltrecha, víctima de un subjetivismo que ha devaluado el lenguaje y ha olvidado los referentes sagrados y es indiferente al conocimiento humanístico en el que reside la sabiduría acumulada durante siglos; es la racionalidad del tanto da y del falso pluralismo.

Con el divorcio entre vida privada e imperativo social -para evitar el cualSócratesentregó su vida-, Occidente opta por la conveniencia y el rendimiento, a los que la ciencia sirve con esmero. La libertad para decidir nos cierra sobre nosotros mismos (clausurándonos, dicePatocka) y atomiza lo social: los parentescos se vacían de contenido, dudamos de qué enseñar a nuestros hijos, entran en crisis paternidad y maternidad, la legalidad sustituye a la moralidad y seguiría un largo etcétera de hilos rotos que antes servían de vínculos en los que nos reconocíamos.

Nuestra voluntad nos recompensa con más dones materiales a corto plazo, pero a cambio sufrimos un creciente pesimismo social que nos hace peores como individuos y nos debilita -nos colapsa, diríaToynbee- como civilización. Si no lo entienden ustedes así es que no leen los periódicos (cosa que estoy lejos de reprocharles).

No escribo desde la nostalgia de tiempos que no volverán y no deberían volver; escribo desde la incierta aventura que nos aguarda tras haber quemado las naves y desde la convicción de que la supervivencia de nuestrologosy de nuestro vasto acervo cultural depende de que afrontemos el porvenir con cierta capacidad de sacrificio y una nueva racionalidad, ambas ausentes en el paraíso tecno-hedonista que hemos construido sobre una concepción liberal, a veces ácrata, egolátrica, poco cohesiva y nada sostenible del derecho a decidir.