Buñuel, que no estás en los cielos

Luis Buñuel, durante el rodaje de una de sus películas.

Luis Buñuel, durante el rodaje de una de sus películas.

David Trueba

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Esta Semana Santa regresé aCalanda. Las tamborradas con las que el Bajo Aragón conmemora la pasión de Cristo siempre me han parecido que trascienden el fenómeno religioso. Más bien toman su origen en algo primitivo y catárquico. Dicen que los tambores servían a los moros para avisar de la llegada de los cristianos en la Reconquista. Si es así, cosa que se escapa a mis limitados conocimientos, nada mejor que añadir contradicciones a la tradición. Nada hay más feo que los tópicos ni más ridículo que lo mítico. El atractivo turístico de los tambores de Calanda tiene además un componente ejemplarizante. La población le debe la fama a su hijo más ilustre, el cineastaLuis Buñuel. No fue Buñuel un personaje sencillo ni al que sus convecinos más instalados estimaran demasiado, especialmente cuando se significó como exiliado del franquismo y autor de películas tan complejas como demoledoras contra las convenciones sociales, las tradiciones dominantes y el espíritu reaccionario. Un ejemplo que añadir a la demostración de que nada es más rentable para un país que sus talentos artísticos. Pero eso ya lo dejamos por imposible frente a la cerrazón del poder y su sangrante asco por la cultura, la investigación y el arte.

Uno de los grandes placeres del viaje, aparte del buen trato de la gente, algo en lo que los aragoneses parecen especialistas, fue poder asomarme a algunos documentos manuscritos de Buñuel. Me encantó que el alcalde nos mostrara una carta, escrita por el cineasta a un familiar de Calanda cuando ya se encontraba viejo, herido, enfermo y a las puertas de la muerte. En ella, con absoluta limpieza moral, le decía: “A cada cerdo le llega su San Martín, y el mío parece próximo”. El talento de Buñuel para ser salvaje y desafectado me resulta ejemplar. Es un rasgo común en sus películas, carentes de banda sonora, y hasta de sentimentalismo siempre que no sirva para justificar una perversión o alguna tara.

Apenas esa línea de la carta resume al bromista y al descreído, al ateo y al tozudo, a ese personaje inmarchitable que es Buñuel. Su obra y su personalidad han sido pasto de estudios simbolistas e interpretaciones peregrinas. Precisamente porque él se negó a poder ser analizado y dejó abiertos todos los interrogantes en su cine, el empeño de muchos ha consistido en lo contrario. Me temo que los habría corrido a todos a gorrazos. No en vano le gustaba no presentarse a los homenajes que le rendían, disfrazarse de otro en ciertas comparecencias públicas y hasta soñaba con que el día en que abrieran su testamento los familiares se encontraran con que legaba todos sus bienes al millonario John Rockefeller III. Cuanto más se sumerge uno en Buñuel, más rincones encuentra. Es un director que crece en cada revisión, que no está en los Cielos sino en sus películas. Con materiales de derribo, supo levantar desde México un cine universal. La baturrada de confesar en las puertas de la muerte, con clarividencia, que a todo cerdo le llega su San Martín, le explica y acota como uno de esas personalidades a los que habría sido un verdadero placer haber conocido y frecuentado entre tanto soberbio trascendente.