La regeneración democrática

No ponga un trepa en su lista

Para los partidos, en los liderazgos ya cuenta más la habilidad en el poder que cómo usarlo socialmente

FRANCISCO LONGO

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Vaya ruido el que nos llegó del Bierzo. La moción de censura en el Ayuntamiento de Ponferrada ha sido uno de los tropiezos políticos más sonoros de los últimos años. Son pertinentes las críticas al PSOE, responsable directo del desaguisado. Por una parte, por utilizar los votos de un político convicto de acoso sexual -en plena conmemoración, además, del Día Internacional de la Mujer-. Por otra, por la crisis organizativa y de liderazgo que la gestión del asunto ha puesto en evidencia. Pero, dado que la política española abunda en episodios análogos de chalaneo, lo más interesante del asunto, más allá de la peripecia de un partido en particular, es lo que nos muestra sobre la crisis de nuestro sistema de partidos.

Lo de Ponferrada puede ser abordado como material para un estudio sobre cómo los partidos producen liderazgos políticos. Las preguntas más interesantes, desde este ángulo, son: ¿qué explica que un partido maniobre para alcanzar el poder cuando ello supone vulnerar, de un modo explícito hasta la obscenidad, su núcleo de convicciones proclamadas?, y ¿qué ha ocurrido para que una de las fuerzas centrales de nuestro mapa político proponga como candidato a una alcaldía importante a alguien cuya conducta lo retrata como un tránsfuga sin principios?

La respuesta a ambas preguntas se encuentra, creemos, en el funcionamiento interno de los partidos. Desde el punto de vista organizativo, afirma Pannebianco, los partidos distribuyen a sus afiliados dos clases de incentivos: incentivos colectivos, ligados a la identidad, el discurso y el proyecto político, e incentivos selectivos, que satisfacen los intereses y las aspiraciones de carrera de los individuos. Los procesos de emergencia de los liderazgos políticos se nutren de ambos, pero, para tener éxito, requieren que entre ellos se mantenga un equilibrio adecuado. Lo que Ponferrada y tantos casos similares nos muestra es una ruptura de ese equilibrio.

En nuestros partidos, el desarrollo de los liderazgos se ha ido desvinculando gradualmente de la contribución de las personas al discurso y al proyecto, y remitiéndose casi por entero a sus habilidades para participar con éxito en los juegos -internos y externos- de poder. Ciertamente, el desarrollo de estas habilidades es consustancial a la formación de un político, pero el desequilibrio entre los dos tipos de incentivos favorece la aparición de un cierto tipo de dirigentes: más tácticos que estrategas, más dados a mirar hacia arriba que hacia fuera, más operadores políticos que innovadores sociales, más expertos en márketing electoral que en análisis y propuestas de gobierno, más orientados al statu quo que al cambio, más temerosos de la estridencia que de la mediocridad, más aptos, en definitiva, para alcanzar el poder que para hacer con el poder algo socialmente valioso.

Por eso no es inaudito que élites políticas socializadas de este modo lleguen -como en Ponferrada- a considerar su pretensión de poder como exonerada de poseer una capacidad propia y distintiva de creación de valor público. Al fin y al cabo, como escribía hace poco Eduard Jiménez, la política se nos está convirtiendo en la única actividad que cualquiera puede considerar que es apto para ejercerla en todo tiempo y lugar; basta invocar para ello una etérea «vocación de servicio público». La habilidad de saber estar en el lugar y momento adecuados, de trepar por los vericuetos que conducen al poder, resulta suficiente. La legitimidad del político parece eximida de cualquier credencial meritocrática.

Sin embargo, para el funcionamiento de las democracias representativas es crucial que los partidos ejerzan con eficacia su función de canalizar las vocaciones políticas. Los partidos son al mismo tiempo escuelas de liderazgo y filtros de las élites que deben poblar parlamentos y gobiernos. Seleccionar bien a estas es fundamental para el sistema político. Como explica Sartori, la democracia, cuando la contemplamos en su dimensión vertical, debe aspirar a convertirse en «poliarquía selectiva» o, en otras palabras, en una meritocracia basada en la elección. El caso Ponferrada es un nuevo síntoma del mal desempeño que evidencia nuestro sistema de partidos en el cumplimiento de esa misión de seleccionar para la sociedad buenos líderes políticos.

No se observa en el interior de los partidos un impulso renovador que permita mirar al futuro con mayor optimismo. A estas alturas, parece evidente que la autorregulación no restablecerá los equilibrios que garantizan su funcionalidad institucional y, en particular, su capacidad para producir representantes y gobernantes de calidad razonable. La democratización, transparencia y apertura de los partidos son retos que apremian e incumben a la sociedad en su conjunto.