Tribuna

Una oportunidad perdida

Un momento del pleno del Ayuntamiento de Barcelona, el viernes.

Un momento del pleno del Ayuntamiento de Barcelona, el viernes.

JORDI MARTÍ

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Los ayuntamientos constituyen uno de los tres pilares básicos en los que se articula el Estado en nuestro país, y estos sustentan sus actuaciones sobre el principio de autonomía local. Es decir, actúan como gobiernos en el pleno sentido de la palabra, gestionando competencias y servicios establecidos en la ley pero también emprendiendo objetivos y estrategias para favorecer el desarrollo. Barcelona ha liderado durante años el municipalismo en Catalunya y en España, demostrando cómo las ciudades bien gobernadas se convierten en factores clave de desarrollo y justicia social.

La última reforma constitucional incorporó la estabilidad presupuestaria como principio de cualquier administración pública, y esta es la excusa gubernamental para acometer, ahora, una reordenación completa de las corporaciones locales. Todos los que hemos trabajado en el Ayuntamiento de Barcelona conocemos la dificultad de transformar la ciudad manteniendo la salud financiera de la propia institución. Pero no es de recibo que para evitar los desmanes de algunos -el Ayuntamiento de Madrid acumula la mitad de la deuda pública local- y controlar férreamente el gasto público, el Gobierno apueste por cargarse la capacidad de los municipios de dar una respuesta global a las necesidades de sus ciudadanos. En el caso de Barcelona es más lacerante ya que supedita el principal instrumento de gobierno que ha tenido la ciudad, la Carta Municipal, al nuevo marco jurídico.

La nueva reforma establece que las administraciones locales solo han de gestionar las competencias fijadas por la ley; es decir, convierten los gobiernos locales en meras delegaciones a cargo de una serie de servicios. Gobernar es mucho más. ¿Se imaginan que en Barcelona el ayuntamiento no hubiera impulsado unos Juegos Olímpicos o renunciara a estrategias como el 22@ o Barcelona Activa? Amputar el pulso estratégico con la excusa de que las competencias impropias deben estar autorizadas por gobiernos superiores es cargarse uno de los pilares de nuestra democracia. Y cabe añadir la súbita importancia que la nueva ley otorga a las diputaciones provinciales. Más allá del carácter jacobino de estas instituciones, delegar la gestión de servicios en órganos que no son escogidos por sufragio directo es un flaco favor a la calidad democrática de nuestro sistema.

Sugiero tres ideas de cambio y reordenación; en sentido contrario:

1. Los municipios de ayer no coinciden con las ciudades de hoy. Las dinámicas metropolitanas son mucho más significativas que las municipales.

2. Los gobiernos locales han de corresponder con estas nuevas realidades urbanas y no pueden recaer en administraciones de segundo grado -siempre mucho más opacas al control ciudadano- y deben prevalecer los gobiernos de elección directa. Las ciudades han de seguir siendo los laboratorios donde pensar nuevas maneras de participación democrática: listas abiertas, transparencia informativa, presupuestos participativos…

3. Es necesario simplificar una estructura que superpone municipios, gobiernos metropolitanos, consejos comarcales y diputaciones provinciales. Hay que apostar por una simplificación que refuerce la potencia de los gobiernos locales y aumente la calidad democrática de sus instituciones: menos administración y más gobierno.

No puedo obviar, finalmente, el elemento que el Gobierno utiliza como cortina de humo para tapar el verdadero alcance de la reforma: fijar límites a los sueldos de alcaldes y concejales, un asunto jugoso pero que debería ser tratado con tiento. Estoy de acuerdo en establecer de manera normativa los límites retributivos de los representantes públicos, pero deberían darse tres condiciones: que los sueldos públicos guarden algún tipo de correlación con la evolución de las rentas de los ciudadanos que representan; que se haga para el conjunto del entramado institucional y que no pueda de-sequilibrarse el marco salarial mediante dietas u otro tipo de retribuciones en especies, muchas veces ocultas a la luz pública.