El asalto de supermercados

Conductas (poco) ejemplares

Pedir responsabilidades por las actitudes inadecuadas es mejor que apelar a seguir un modelo

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MANUEL CRUZ

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Incluso el lector de periódicos más distraído de este país habrá terminado por darse cuenta de que el concepto de ejemplaridad ha estado de moda en la esfera pública (en la filosófica llevaba tiempo en circulación, pero eso es harina de un costal que ahora no hace al caso). Hay que reconocer que el jefe del Estado contribuyó eficazmente a su promoción al utilizarlo en su discurso navideño del año pasado, utilización que a la postre, y a la vista de la propia conducta del Monarca, resultó francamente desafortunada.

A pesar de estos avatares teórico-políticos del concepto, cada cierto tiempo todavía reaparece alguien que hace uso del mismo creyendo haber descubierto el Mediterráneo de un argumento de contundente eficacia polémica. Hace escasos días tenía ocasión de oír las declaraciones de un portavoz del PP (no recuerdo su nombre: parecía un subalterno al que la dirección hubiera dejado de guardia durante las vacaciones de agosto por si surgía algún asunto urgente que requiriera hacer pública la posición del partido al respecto) comentando el asalto a un supermercado en el que había participado el famoso alcalde de Marinaleda y diputado del Parlamento andaluzJuan Manuel Sánchez Gordillo.Tras hacer algunas referencias a la necesidad del cumplimiento de la ley porque, de lo contrario, quedábamos abocados a la ley de la selva y otras catástrofes colectivas análogas, el descamisado (de camisa de marca, claro está) portavoz remataba la faena aludiendo a la ejemplaridad a la que vienen obligados todos los cargos públicos.

Mientras lo escuchaba, pensaba en la reacción que estarían teniendo ante esas mismas palabras quienes habían aplaudido la acción deSánchez Gordillo,que a buen seguro no debían constituir un número escaso. Ellos con toda probabilidad habrían calificando como ejemplar precisamente el asalto al supermercado y la requisa de alimentos destinada a los más necesitados, y no sin buenos argumentos. Para esos otros oyentes tal iniciativa habría representado un auténtico modelo de lo que en este momento deben hacer los políticos de izquierda ante la desesperada situación de tantos conciudadanos que, literalmente, no tienen qué llevarse a la boca mientras no dejan de recibir noticia de la lluvia de millones que el Gobierno tiene previsto destinar a los bancos, responsables en gran medida del desastre en el que estamos inmersos.

¿Cuál de las dos reacciones, la del portavoz del PP o la de los simpatizantes del alcalde de Marinaleda, es la correcta? Resulta evidente que ambas, al igual que algunas más que no costaría gran esfuerzo reconstruir, pueden considerarse plausibles. Que alguien tenga una conducta ejemplar en realidad solo significa que ella es acorde con un modelo que estamos presuponiendo, siendo perfectamente posible que en cualquier momento coexistan diversos patrones de conducta.

En realidad, el gran problema de una categoría como la de ejemplaridad, lo que la convierte en un instrumento de escasa utilidad para el debate político, es que da por descontado precisamente lo que debería demostrar, esto es, el modelo al que remite. Al no entrar en esto último, que es lo que de veras debería importar, contribuye en realidad al reforzamiento del conjunto de tópicos y opiniones establecidas que respecto a una determinada conducta una sociedad parece aceptar. Volvamos por un momento al primer párrafo del presente artículo: ¿era ejemplar -aunque, por supuesto, no resultara constitutiva de ningún delito- la conducta del jefe del Estado cuando, de acuerdo con informaciones a las que podía acceder cualquier ciudadano, recibía costosísimos regalos -desde embarcaciones de recreo a vehículos de altísima gama- por parte de las autoridades de remotos emiratos del Golfo con los que empresas españolas andaban negociando sustanciosos contratos?

Probablemente, la respuesta debería ser negativa, pero a renglón seguido habría que añadir que, a pesar de ello, no es menos cierto que dicha conducta no parecía obtener el reproche de nuestra sociedad, la cual se diría que aceptaba, en ocasiones con indisimulada simpatía, la existencia de tales prácticas. En esta última puntualización tal vez resida una de las claves de la cuestión. Si tuviéramos que sustanciar en forma de interrogantes las principales dificultades que el empleo de la noción de ejemplaridad nos plantea, podríamos formular estas: ¿de quién se espera ejemplaridad en nuestra sociedad?, ¿por qué los hay que parecen exentos de la exigencia?, ¿a qué obliga la misma (si es que obliga)?

No se trata en modo alguno de preguntas abstractas, sin aplicación alguna a la realidad. Vivimos en una sociedad cuyos ciudadanos colocan a los políticos en el tercer lugar de la lista de los problemas que más les preocupan. Es obvio que han dejado de esperar de ellos la menor ejemplaridad. ¿Significa eso que nada les puede ser reclamado?, ¿no sería mejor que en determinados casos fuera responsabilidad (jurídica, moral o política) lo que exigiéramos a quienes actúan de una forma que juzgamos como inadecuada, en vez de utilizar la vacía ejemplaridad como burladero que a nada compromete? Catedrático de Filosofía (UB).