El significado de las palabras

Del filósofo como emprendedor

El pensador trabaja en un régimen laboral de cooperativa formada por la humanidad en su conjunto

Del filósofo como emprendedor_MEDIA_2

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MANUEL CRUZ

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Tradicionalmente, el término emprendedor era utilizado en exclusiva como adjetivo para calificar a las personas que «emprenden con resolución acciones dificultosas o azarosas», de acuerdo con la definición que aparece en el diccionario de la RAE. Ser emprendedor era, por tanto, una cualidad que se predicaba de alguien, como se predicaba, por ejemplo, su inteligencia. Pero a nadie se le ocurriría sustantivizar el término y decir de una persona que es «un inteligente», pongamos por caso. Es cierto, seguro que estará pensando algún lector, que sí decimos su contrario, a saber, es «un tonto», igual que afirmamos que es «un cobarde», «un valiente» o «un loco».

En efecto, hablamos así pero solo cuando queremos indicar que alguien ve definida y agotada su esencia por ese rasgo. Así «un tonto» equivale a un tonto redomado, «un cobarde», a un completo cobarde. Si aplicáramos esa misma lógica a la palabra que estamos comentando, un emprendedor sería alguien definido por su carácter resuelto, decidido y, si me apuran, audaz. Pero, ¿es a eso a lo que se hace referencia cuando hoy en día se habla de dicha figura en medios de comunicación o tertulias políticas? Da toda la sensación de que no.

LITERALMENTE, emprendedor es el que emprende o, si prefieren, el que lleva adelante una empresa. Como tampoco se trata de tenerle miedo a las palabras (¿qué daño pueden hacernos?) digámoslo ya: en realidad, emprendedor es un sinónimo de empresario. Constatado esto, tal vez convendría añadir un matiz más: se diría que la nueva versión del viejo término parece liberar a este de connotaciones históricas más bien antipáticas o directamente poco deseables (que lo situaban más cerca de un sinónimo de explotador que de cualquier otro rasgo). De hecho, incluso cabría afirmar que la mudanza terminológica ha alcanzado su objetivo y no solo el adjetivo se ha sustantivizado, sino que el sustantivo se ha hipostasiado, de tal manera que ha llegado un momento en que el emprendedor ha terminado por identificarse con el profesional del emprender, sin que, al parecer, haga falta especificar el objetivo de lo que se emprende.

Así, recuerdo que hace unos 10 años, con ocasión de ser invitado a impartir una charla para los estudiantes de bachillerato de un colegio de nuestra ciudad, tuve ocasión de departir con ellos acerca de las carreras universitarias que deseaban cursar. Me sorprendió el alto número que quería estudiar alguna modalidad de dirección de empresas (o sea, que aspiraban a ser emprendedores). Pero me sorprendió más aún que, cuando yo les planteé una pregunta que me pareció obvia, esto es, qué tipo de empresa (quiero decir, dedicada a qué actividad en particular) soñaban con dirigir ninguno fue capaz de responderme, aunque también he decir que ninguno de ellos parecía haber pensado en el asunto. La profesora de estos chicos, antigua compañera mía en la facultad, me hacía a la salida del acto un resumen: «En realidad, lo que todos quieren es ser jefes». El resumen lo remataba con una apostilla no exenta de sarcasmo: «A este paso, va a haber más jefes que indios».

La pregunta que a estas alturas del artículo probablemente se hayan planteado algunos lectores sea la de qué tiene que decir al respecto de este tema un filósofo. No creo que los filósofos estemos para legitimar, interpretar o entender mejor la práctica empresarial, o para indicar cuáles son las virtudes que deben adornar a un emprendedor que se precie (ya saben, capacidad de liderazgo, espíritu de equipo y otras cualidades análogas). De eso el filósofo no puede hablar porque de eso nada sabe, pero también por otra razón, a mi juicio aún más importante: no creo que constituya tarea del filósofo en tanto que filósofo ocuparse en tales menesteres. Pero no por soberbia, presunción o pecado parecido sino justo por lo contrario: porque sería soberbia, presunción o pecado parecido dar por descontado que el filósofo puede hablar con sentido sobre cualquier cosa que le echen y, sin la menor competencia en la cosa misma, lanzarse a emitir dictámenes especulativos sobre los elementos que intervienen en el mercado de trabajo.

EN REALIDAD, acerca de lo único que el filósofo puede hablar con un cierto conocimiento de causa es acerca de su propia actividad, y si a esa actividad decidimos denominarle empresa, no habría mayor problema en considerarlo un emprendedor más. Pero si la pregunta acerca de la empresa filosófica la reconvirtiéramos en pregunta acerca de la naturaleza de la actividad del filósofo, esto es, acerca del régimen bajo el que trabaja (como asalariado, autónomo o pequeño empresario), entonces cabría proporcionar una respuesta más propiamente filosófica. Esta bien pudiera formularse así: el filósofo trabaja en régimen de cooperativa. Una cooperativa formada por la humanidad en su conjunto, que comparte toda las herramientas fundamentales de la actividad filosófica, a saber, la razón y la palabra. En el fondo, algo no muy alejado de lo que ya planteara el llorado filósofo norteamericanoRichard Rorty cuando aludía a la práctica filosófica como un momento privilegiado y fascinante de la conversación de la humanidad. Catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.