La reforma de la Administración

¿Quién teme a los directivos públicos?

El sistema público español no ha construido un marco institucional para los cargos de dirección

¿Quién teme a los directivos públicos?_MEDIA_2

¿Quién teme a los directivos públicos?_MEDIA_2

FRANCISCO LONGO

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

La necesidad de directivos profesionales parece abrirse paso, trabajosamente, en el horizonte de reformas de la Administración. Hace poco, la principal asociación de gestores públicos de Catalunya presentaba en Esade su propuesta para un estatuto del directivo público. En paralelo, la Secretaría de Estado de Administración Pública filtraba detalles de una futura regulación de la materia en la administración general del Estado. Sin entrar a valorar estas iniciativas, conviene recordar algunas claves de lo que se juega en este asunto. A diferencia de muchos países con los que nos interesa compararnos -en latitudes como Holanda, Nueva Zelanda, Canadá o Chile, por citar algunos-, el sistema público español no ha construido un marco institucional específico para sus directivos. Los cargos de dirección constituyen, en la administración, un espacio de titularidad difusa por cuya conquista combaten dos poderosos ejércitos: de un lado, los cuerpos de funcionarios; del otro, los aparatos de los partidos.

DESDE LUEGO, convertir la gerencia en territorio sometido a las reglas de la burocracia pública equivaldría a extender el acta de defunción antes que la de bautismo. La inamovilidad, la visión formalista del mérito, las retribuciones uniformes o los ascensos por antigüedad son atributos que hacen del empleo público común un universo cada vez más inmanejable. Pensar en aplicarlos al ejercicio de responsabilidades directivas resulta sencillamente disparatado. Pero más grave aún, y desgraciadamente más extendida, es la colonización del espacio directivo público por los partidos políticos.

¿De cuántos cargos estamos hablando? Aunque cuantificarlos no es fácil, si consideráramos de carácter directivo solo un 1% del empleo público total, la cifra superaría en España los 30.000. Hoy, una gran mayoría de esos cargos están considerados o manejados

-tanto da- como si se tratara de cargos políticos. Es decir, son provistos y gestionados en función de la mera confianza de quien designa y coloreados habitualmente por la afiliación partidaria o la proximidad de su ocupante a una fuerza política. ¿Cuántos de ellos ejercen funciones de gobierno que deban quedar reservadas a la representación, directa o indirecta? Sin duda, una exigua minoría, si nos guiamos por los estándares propios de las democracias avanzadas.

La consecuencia más visible de esta colonización es la debilidad que crea en la dirección de las políticas y servicios públicos. Los partidos no son -ni deben ser- escuelas de gestión. El político vascoJuan María Atutxasolía explicarlo coloquialmente: «No se fríen huevos con agua bendita»; en otras palabras, la filiación política no habilita para dirigir con eficacia y eficiencia un servicio de empleo, un hospital, un grupo audiovisual o una red de servicios sociales. Por otra parte, los directivos profesionales aportan a las organizaciones públicas unethos de racionalidad económica -maximizar el valor creado por cada euro invertido- imprescindible en los tiempos que corren. Necesitan, eso sí, para hacer su trabajo, un marco institucional adecuado: gobernado por la política pero razonablemente desvinculado del ciclo electoral y protegido de la interferencia en la gestión cotidiana.

No se trata de un juego de suma cero en el que lo que gana uno lo pierde el otro. Un símil para explicarnos: así como la empresa familiar busca, cuando crece y se diversifica, un gerente profesional ajeno a la familia, de igual modo la política representativa necesita incorporar directivos para gobernar con efectividad un universo -el de la provisión de servicios públicos- cuya complejidad y peculiaridades se le resisten. Cuando dispone de unmanagementprofesional de alta calidad, la política gana espacio de influencia y capacidad de liderazgo estratégico. Consigue mandar más, poner a las organizaciones al servicio de sus prioridades. Para ello, debe renunciar, eso sí, a considerar la franja directiva de la Administración como territorio conquistado por el voto, cuyo destino natural es ser ocupado por quienes, desde las propias filas, reclaman el botín.

NO ES DIFÍCIL localizar las principales resistencias al desarrollo de la gerencia profesional en el sector público. Se encuentran, sobre todo, en aparatos de partido acostumbrados -sin diferencias de discurso o color político- a manejar clientelas y lealtades mediante el reparto de cargos. Forma parte de las mismas lógicas que están imponiendo el pasteleo y las cuotas políticas en organismos cuyos puestos debieran proveerse de forma meritocrática. Las mismas que hacen casi inviable entre nosotros la independencia de las agencias reguladoras. Por eso, la existencia de una dirección pública profesional redunda a la vez en fortalecimiento de las instituciones y en regeneración de la política. No se opone a la política sino a la mala política que padecemos. Esa es, probablemente, la razón de que lleve tanto tiempo transitando por los debates de académicos y gestores y tan alejada de las agendas de los gobiernos.

Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade