El debate del gasto público excesivo

El discreto encanto de recentralizar

La dificultad para asimilar situaciones complejas impulsa a las administraciones a la simplificación

El discreto encanto de recentralizar_MEDIA_2

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FRANCISCO LONGO

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Una fiebre recentralizadora recorre España. Un reciente estudio de los profesoresPérez-Díaz, MezoyRodríguezpara Funcas muestra que la mayor parte de los ciudadanos devolvería al Estado competencias autonómicas. Opiniones de dentro (Esperanza Aguirre,entre otras) y de fuera (The Economist) coinciden en esta percepción que se extiende a otras escalas de gobierno de la cosa pública y se manifiesta en propuestas como la fusión de municipios. Tanto en la Administración central como en las autonómicas se están impulsando medidas de eliminación de empresas y entidades públicas a fin de recuperar funciones y capacidades decisorias que en su día se les transfirieron y ahora se quieren reubicar en el tronco central de los gobiernos.

A lo que parece, una lectura muy extendida de la crisis la relaciona con la irracionalidad y descontrol creados por el traslado de poder de decisión a la periferia territorial y funcional del sistema público y por la consiguiente fragmentación de este en estructuras de menor tamaño. La gestión de proximidad, otrora exaltada con entusiasmo, es culpabilizada ahora de buena parte de nuestros males. ¿Hay evidencias que sustenten este diagnóstico? Si es así, no es en ellas en las que parecen asentarse, por el momento, ni el debate ni las propuestas.

Desde luego, los ejemplos de expansión descontrolada y baja calidad del gasto público, por no hablar de puro despilfarro, detectados en niveles descentralizados de gobierno y administración nos han golpeado con contundencia. La baja capacidad de gestión y la emulación ineficiente son evidentes en no pocos de esos casos. No obstante, dos constataciones invitan a la cautela. La primera, que está por demostrar que la centralización de la decisión hubiera garantizado una mayor eficiencia. Algunos ejemplos de la inversión central en infraestructuras (AVE, autopistas radiales de Madrid) nos harían pensar más bien lo contrario. La segunda, que las diferencias de escala no son, a estos efectos, concluyentes. Administraciones de gran tamaño, como el Ayuntamiento de Madrid, han incurrido en déficits más severos que los que cabe imputar a muchos de nuestros pequeños municipios.

Uno sospecha que en la pulsión recentralizadora hay, por el momento, más ideología que análisis. Veamos, si no, lo que está ocurriendo con las entidades públicas. Los planes del Gobierno español suponen eliminar 450 de las cerca de 4.000 existentes. Ya el Gobierno anterior suprimió nominalmente organismos sin que la medida tuviera apenas impacto sobre el gasto, pues lo que se hizo fue integrar su personal y su presupuesto en los ministerios correspondientes. En Catalunya, una ley de medidas fiscales y financieras del año pasado impone un objetivo reductor del 25%. No existen razones conocidas que fundamenten estas cifras y porcentajes. ¿Tiene sentido fijar de un brochazo la parte prescindible de la estructura administrativa? ¿Y qué diagnóstico solvente nos dice que mejorarán las cosas recuperando para el centro esas funciones y convirtiendo las empresas o agencias en direcciones generales?

La obsesión por recentralizar puede leerse en el contexto de la ancestral tensión centro/periferia que caracteriza a la política española. Sin embargo, más allá de esa lectura parece responder a un modelo mental mucho más transversal, a una intuición profundamente instalada en la cultura de nuestro sistema político-administrativo. Podríamos explicitarla como la pretensión de crear un orden formal que, basado en el viejo repertorio burocrático (claridad jerárquica, uniformidad de las estructuras, control de los procedimientos), sea capaz de hacer manejable el caos en que se han convertido los escenarios de la gobernanza contemporánea. El proyecto recentralizador resulta así perfectamente comprensible. La crisis apremia a encontrar respuestas categóricas, y esto choca con los ritmos y las capacidades precisas para comprender y manejar los sistemas complejos. El propio déficit cognitivo -en expresión deInnerarity- de los gobiernos (en otras palabras, su creciente incapacidad para enterarse de lo que pasa) les impulsa a buscar modelos más simples para operar sobre la realidad. La centralización se adapta a ese propósito como un guante.

Pero también crea más problemas de los que resuelve. La buena gobernanza contemporánea obliga a reconciliarse con la complejidad. La apariencia diversificada, plural y caótica de sus sistemas públicos forma parte del paisaje en los estados más avanzados. Solo los diseños descentralizados ayudan a manejarse en ellos, incluso cuando se trata de reducir el gasto. Compensar sus mayores costes de coordinación exige invertir en capacidades estratégicas, más que centralizar. Es más eficaz desarrollar liderazgos sólidos e introducir incentivos a la eficiencia que declarar la unidad formal de mando e imponer reglas y controles. Como alguien dijo, para cada problema complejo existe una solución clara, sencilla y equivocada. La recentralización es una de esas. Instituto de Gobernanza y Dirección

Pública (ESADE).