Los retos del país

Nuevos catalanes, viejos dilemas

El balance de la política de integración de 'un sol poble' de los últimos decenios es satisfactorio

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RAFAEL PRADAS

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En tiempo de crisis renace la tentación, individual o colectiva, de situar la inmigración en el punto de mira. De todo hay: demagogia, radicalidad, miedo, incertidumbre. Los prejuicios y temores frente al extranjero, forastero, diferente, no son nuevos. A más diferencia -color, lengua, religión, costumbres-, más temores. A más crisis y dificultad social, también, pero cuando abundan las posiciones «primero los de casa» es bueno tener memoria.

Hace 50 o 60 años mucha gente decía que los inmigrantes llegados de Andalucía, Extremadura o Galicia venían a comerse el pan de los catalanes. Seguramente hoy muchos autóctonos -catalanes desocarrel, hijos de la mezcla o de quienes llegaron entonces- identifican el pan con la plaza de guardería, la cama de hospital o la ayuda social.

En la Catalunya de aquellos años el impacto de la inmigración fue enorme, sobre todo entre la clase obrera autóctona y los sectores populares, desarbolados por la guerra civil y sin estructuras sociales, políticas y sindicales. Conmovió los cimientos de la sociedad, las ciudades, la lengua y la cultura catalanas, pero la industria tuvo mano de obra y tres millones de nuevos habitantes entre 1950 y 1970 se convirtieron en consumidores y en garantía de estabilidad demográfica.

El escritorFrancesc Candelrecogió las aspiraciones de los recién llegados y acertó a darles nombre,altres catalans.Diferentes, con otras raíces, pero plena y necesariamente catalanes.Jordi Pujol,en línea con lo escrito porRafael Campalansya en 1923, ayudó a perfilar la identidad añadida al razonar que «catalán es todo aquel que vive y trabaja en Catalunya». Sindicatos y partidos de izquierda, al final del franquismo y durante la transición, se posicionaron activamente a favor de lo que simbólicamente se denominabaun sol poble: evitar la división del país en dos comunidades por orígenes, lengua o cultura. Debía pesar más la voluntad de estar juntos en un futuro en democracia y progreso en un marco de autonomía. La igualdad de oportunidades se convertía, así, en inseparable de la realidad nacional de Catalunya, concediendo a la lengua catalana en la escuela un papel vehicular y normalizador. Visto el reto con perspectiva, se puede estar razonablemente satisfecho.

Desde los noventa han llegado más de 1.200.000 personas -ahora llamadosnous catalansonouvinguts- procedentes de todo el mundo en busca, como entonces, de su oportunidad. Sin embargo, el fuerte impacto de la inmigración extranjera dibuja una Catalunya mucho más diversa en culturas, lenguas y religiones. También el marco económico y social es más complejo en un entorno global en el que las nuevas tecnologías deslocalizan identidades y crean patrias virtuales.

Con la crisis muchos inmigrantes regresan a sus países, pero llegan otros y también se van catalanes. Sin embargo, lo relevante es que el grueso de la nueva población -sin vocación especial por la marginalidad- ha decidido convertir Barcelona, Badalona, Salt o Lleida en su hogar. Ya no se moverán y su realidad dual -ser o sentirse de aquí y de allí a la vez- coexistirá con la heredada de anteriores oleadas de inmigración, que conserva raíces plurales. Un ejemplo: en el barrio barcelonés del Carmel, la mitad de la población ha nacido en Catalunya, un 34% en el resto de España y un 16% en el extranjero.

Sin embargo, sabemos -en especial quienes viven en barrios populares- que el proceso de integración en el conjunto de la sociedad catalana no es nada fácil. Hay presión sobre el espacio urbano, los servicios, la escuela; hay precariedad laboral y diferencias culturales y suena el runrún interesado de que los inmigrantes tienen ventajas negadas a los autóctonos. En algunas zonas del país se expresa, con matices diversos, el temor a la pérdida de identidad -cultural, lingüística, social- y los recelos se extienden también a lugares con mayor huella de la antigua inmigración interior y donde se podría suponer que la memoria colectiva ha fomentado más tolerancia.

Se debe aprender del pasado para no repetir errores y asumir la tarea bien hecha. No existe otra opción que promover la unidad civil de los ciudadanos catalanes, sea cual sea su origen, seguir apostando por una sola comunidad y afrontar las dificultades con valentía. Se trata, en suma, de potenciar los valores democráticos, los derechos ciudadanos, la legalidad en todo su valor, el civismo, tejer complicidades y convertir la diversidad en un activo de Catalunya, de su lengua y su cultura. Cerrar los ojos, dejar que los problemas se enquisten y crezcan comunidades paralelas, superpuestas, sin referencias mutuas es muy mal negocio.

En el 2008, más de 30 agentes institucionales, políticos, económicos y sociales firmaron el Pacte Nacional per la Immigració para combatir la exclusión social y diseñar el espacio cultural común y la convivencia plural. Ahora, por la dificultad del momento, tiene pleno sentido renovar el compromiso por una sociedad más justa y cohesionada. Otra vez está en juego el futuro. Periodista.