El funcionamiento de la democracia

El Parlament de las mil resoluciones

La mayoría de los diputados no ejercen el voto en conciencia, sino un voto 'en inconsciencia'

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JOSEP MARIA Vallès

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Ha llamado la atención la reciente y agitada sesión del Parlament que afrontó la hercúlea tarea de votar un millar de resoluciones. La presidencia y la Mesa del Parlament se sintieron obligadas a pedir excusas y a manifestar propósito de enmienda. Gesto encomiable, pero que no va al fondo de la cuestión. Porque lo sucedido no me parece responsabilidad de la presidencia ni de la Mesa, que -con el apoyo imprescindible de la secretaría general y de los letrados- se esfuerzan por ordenar formalmente un ritual farragoso. No se trata, pues, de las personas. Como exparlamentario, me atrevo a señalar que lo que se ha manifestado de nuevo es la ineficiencia de una institución cuyas funciones y procedimientos se alejan cada vez más de la política real.

Entre aquel millar de resoluciones, lo más probable era que ninguna fuera aprobada sin los votos favorables de la mayoría gubernamental y de sus aliados. Pero si alguna llegaba a prosperar sin estos votos gubernamentales, su fuerza para obligar al Ejecutivo sería prácticamente nula. El balance es que todo lo aprobado ya formaba parte de las intenciones gubernamentales. Y si en algún caso no lo era, no le habrá comprometido excesivamente. ¿Dónde queda, pues, la utilidad de esta larga y costosa tramitación?

Vale como ejercicio simbólico. Pero de un simbolismo que la ciudadanía no valora. Reitera a elevado precio lo que ya se sabe de antemano: que el Gobierno cuenta con mayoría o, en este caso, con mayorías variables. El hecho es que tales resoluciones no van a influir apenas en la política del Ejecutivo. Y es lógico que así sea. Porque en un régimen parlamentario de partidos la única resolución de la Cámara con efectos fulminantes es la aprobación de una moción de censura. O, de manera indirecta, el rechazo de un proyecto de ley, especialmente de la ley presupuestaria.

La mayoría de una votación parlamentaria no depende ahora de la voluntad de los diputados ni de sus habilidades dialécticas. La suerte está echada antes de cada votación y no caben grandes sorpresas. El resultado depende de las instrucciones que la dirección de cada partido dicta a sus disciplinados parlamentarios. Al obedecerlas, la inmensa mayoría de los diputados ejercen no el raro voto en conciencia, sino un rutinario votoen inconsciencia.

Sin embargo, este papel dominante de los partidos coexiste con el ritual parlamentario propio del tiempo en que una resolución podía tener verdadero efecto. Esta discordancia entre lo real y lo ritual convierte al parlamento actual en lo que un autor llama «instituciones-zombi»: tuvieron un papel relevante en otra época, pero lo perdieron. Y, pese a ello, sobreviven pululando por el paisaje político haciendocomo si. No producen el espanto de los zombis en las películas de terror, pero la ciudadanía las contempla con perplejidad, indiferencia o indignación al comprobar que son instituciones con poco o ningún efecto sobre la acción de gobierno.

¿Es prescindible, pues, el parlamento? No lo es en una democracia representativa. Pero recuperaría legitimidad perdida si se revisara a fondo el cometido que puede ejercer razonablemente y con provecho para la ciudadanía. Empecemos por lo que no puede. No le toca ejercer la dirección de la acción de gobierno, porque esta corresponde a un Ejecutivo que cuenta con la mayoría. No puede marcar la acción legislativa, porque es también el Ejecutivo el que la ordena y la impulsa de acuerdo con su agenda de gobierno. Tampoco puede corregir a fondo las grandes líneas presupuestarias que son instrumento esencial para desarrollar aquella agenda.

¿Qué le queda, pues, a la asamblea? De manera principal, le corresponde verificar si el Ejecutivo está desarrollando el programa que anunció y cuáles son sus efectos. Y a esta misión debieran adecuarse los recursos puestos a disposición de la cámara. Entre ellos, el acceso inmediato y sencillo al instrumental estadístico y documental que maneja el Ejecutivo. O la asistencia de profesionales expertos en cada una de las políticas públicas que el Ejecutivo desarrolla. Pero el principal recurso es el mismo parlamentario. Por ahí debería empezar el reiterativo debate sobre la reforma electoral. Porque el número de diputados, su perfil profesional y su modo de elección debieran ajustarse al modelo de parlamento que se pretende. Elegir para controlar eficazmente no es lo mismo que elegir para facilitar un plató mediático a polemistas hábiles, para representar intereses locales y corporativos o para proveer a los partidos con retribuciones complementarias.

Los parlamentos del siglo XXI se justifican cuando cumplen con lo que pueden hacer en lugar de simular lo que no pueden hacer. Es decir, cuando son instrumento efectivo de control de la acción gubernamental y no mero escenario teatral -las mil resoluciones- sin impacto sobre la política real. De ello dependerá no solo la reputación de la institución parlamentaria, sino la calidad misma de la democracia.

*Catedrático emérito de Ciencia Política (UAB).