El turno

La destrucción de los espacios públicos

JOSEP-MARIA TERRICABRAS

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Desde hace varios años sufrimos un lamentable desprestigio de los valores públicos, atacados sistemáticamente en nombre de los bienes y los intereses privados. Los mercados, los grupos financieros y compañías privadas de todo tipo atacan las propiedades públicas y los estados mismos. Y los ciudadanos también se han sumado a la cruzada. La muy citada crisis de valores consiste precisamente en esto: cada vez hay menos valores públicos comúnmente aceptados. Y los valores privados son, por definición, opciones individuales que cada uno defiende por su cuenta, tanto si son compartidos por otros como si no.

La cosa, sin embargo, no termina ahí. Porque resulta que cada uno se cree legitimado -la democracia hace aguas por todas partes-para mostrar en público sus valores y pedir -quizá exigir- que sean respetados por todos. Lo comprobamos cuando tenemos el mal gusto de ver ciertos programas en los que los participantes hablan impúdicamente de sus vidas privadas -reales o inventadas- y de las vidas de todos los que se les ponen delante. Hacen negocio con sus interioridades, de hecho, con sus vísceras morales.

La plaga se extiende y llena rincones y calles, que progresivamente van dejando de ser espacios compartidos para convertirse en la propiedad privada de cualquiera. Así, los coches (sobre todo de hombres) aparcan sin ningún respeto por los demás y polucionan el ambiente con músicas agresivas. Y en los últimos años, el teléfono móvil se ha convertido en la herramienta de desinhibición masiva por excelencia: ¿por qué tenemos que aguantar conversaciones íntimas, profesionales o insoportablemente inútiles en los trenes y en los transportes públicos? ¿No podríamos estar en silencio? Compartir el valor del silencio, ¿no podría ser un último reducto de civilidad y buen gusto públicos?